No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como
magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un
aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente
capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una
exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! - y en esto soy irreductible –
no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben
volar ¡pierden el tiempo las que pretenden seducirme!
Esta fue - y no otra – la razón de que me enamorase tan locamente de
María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de
pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor
a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando
realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese volando de algún paseo
por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito
rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!... y a los pocos segundos ya me
abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier
parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos
aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una
nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el
aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera... aunque nos haga ver
de vez en cuando las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los
días entre las nubes... la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer a una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase
de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia
sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las
nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer
pedestre, y por más empeño que ponga en conseguirlo, no me es posible
ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
Oliverio Girondo