lunes, 28 de junio de 2021
Las balas que no daban en el blanco
El preso se encontraba en el cuartito número 1 del hospital. Cuando al amanecer le llevaron el chocolate de desayuno se quejó de la cantidad de leche que le daban. «No por-que me vayan a matar tienen que reducirme la ración». El redoble de los tambores señaló el inicio de la ejecución. Un millar de soldados cubría el exterior desplegado en la Plaza de los Ejercicios. En el interior hacían guardia otros doscientos. La población no había salido a las calles. Las campanas de las iglesias repicaban.
Lo condujeron hasta el corral del hospital. Repartió unos dulces entre los soldados que lo iban a fusilar. Caminó solo hasta el banquillo que había en el patio. Ahí se produjo un altercado porque querían hacerlo sentarse de espaldas al pelotón de fusilamiento. Logró convencerlos de que lo mataran de frente.
Lo ataron a un palo una vez sentado en el banquito y lo vendaron. Colocó la mano derecha sobre el corazón como le había advertido a los soldados que haría para que no fallaran la puntería. Situados de a cuatro en fondo, los doce soldados del pelotón de fusilamiento recibieron la orden de fuego.
Fallaron todos, produciendo tan solo unas heridas en el estómago, la venda se ladeó y el hombre se les quedó mirando. El oficial a cargo, un tal Armendáriz, ordenó a la segunda fila que disparara. Le destrozaron el estómago. El oficial recordaba años más tarde que «los soldados temblaban como unos azogados». Tenían orden de disparar al corazón, pero también tenían miedo. La tercera fila no hizo blanco. El teniente, desesperado, ordenó a dos soldados que dispararan poniendo la boca de los fusiles sobre el corazón.
Así murió Miguel Hidalgo en la ciudad de Chihuahua.
Más tarde llevaron el cadáver a la plaza, aún sentado en el banquito, para que a todo el mundo le quedara constancia de que lo habían fusilado, que no iba a retornar de entre los muertos. Mil soldados custodiaban la plaza.
Luego le cortaron la cabeza con un machete curvo y la salaron. El cadáver se enterró en un sitio desconocido en las cercanías.
Ese día hubo una misa y un cura apellidado García pronunció un sermón «de escarmiento». Fue un sermón duro, condenando a Miguel y su reto al Imperio. El cura García murió de un cólico en el hígado días más tarde.