Una rata
estaba en la cocina, se había metido en una mochila que estaba en el piso,
quizá era una hielera, no lo recuerdo bien. Era pequeña y de colores, eso sí lo
recuerdo bien. Mamá estaba desesperada. Hay una rata en mi cocina. Salió en
busca del señor que trabajaba en frente. Hay una rata en mi cocina. Ambos
entraron a la casa, él llevaba un palo de escoba en las manos. ¿Dónde está?,
preguntó. Ahí, respondió. Entonces tomó vuelo con su palo y empezó a golpear la
mochila o la hielera con todas sus fuerzas. Lo hizo sin miedo y sin asco, fría
y crudamente, como si a eso se dedicara en la vida, como si estuviera
acostumbrado a esas cosas. Hay una rata en mi cocina. Golpeó, golpeó, golpeó,
golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó,
golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó, golpeó y g o l p e ó. Había una
rata en mi cocina. Era una maldita rata asquerosa, con sus bigotes y sus pelos,
y su cola horripilante, y su maldito olor pestilente, pero fue la imagen del
hombre apaleándola lo que me provocó ganas de vomitar. El sonido de los golpes,
los chillidos. El ruido.