Solíamos besarnos hasta rodar en la alfombra de tu departamento con olor a nada, ni siquiera a estropajo, cloro, albóndigas, vinagre, frijoles o atún enlatado. Quizá reminiscencias de algo lúgubre. Era raro porque todos los lugares huelen, salvo el tuyo. Y eras tú que habías tallado, con un estropajo mil veces sumergido en agua hervida, los espacios más recónditos porque, decías, no había esquina que no oliera a ella. Buscabas olvido, mi amor, con tanto esmero.
No teníamos rituales, solo formas de decirnos cosas. Nos poníamos frente a frente, como a punto de cualquier malabar: guardar en silencio hasta que uno jalara al otro para terminar rodando en la alfombra inodora, o podía ser quedarnos ahí sentadas, adivinándonos los recovecos del cuerpo.
Mientras la pasamos juntas, no hicimos cosas que estuvieran en contra de nuestros principios: no íbamos al Burger King ni escuchábamos reguetón y estaba prohibido andar vestidas en casa. Comíamos quesos, uvas –nunca faltaron las uvas–, nueces, arándanos deshidratados. Éramos una anomalía en el planeta de los amantes que juran no quererse.
Y, sin embargo, me contabas del hombre que aún amabas. Lo describías con tanta ternura que una vez quise ser él. Temerosa me preguntabas: ¿Crees que estoy loca, obsesionada? Y yo te contestaba la verdad: que no. Porque yo sentía lo mismo por otra mujer que tampoco eras tú. Nos tratábamos con cuidado porque aunque no estábamos ni tristes ni rotos ni alguna otra cosa más grave, aún nos dolía, pero no llorábamos; qué íbamos a llorar si hablábamos de florecer.
Decíamos que la palabra florecer no tendría jamás una connotación negativa. Y la repetías en inglés, en francés, en español. Me gusta en los tres, decías. Y yo te seguía. Cómo no iba a seguirte si hablabas de los secretos del mundo y te deshacías de la ropa como si de verdad fueras libre.
Hablábamos de la respiración de los árboles: es la del universo, decíamos, y al instante nos quedábamos contentos con la respuesta. También charlábamos de los pájaros extravagantes que parecen dormidos aunque anden con los ojos abiertos. Y de tus manos, yo te preguntaba si creías que tus manos eran pequeñas y tú respondías: son viejas.
Nos dejamos ir sin drama o tonterías mayores y aprendimos a mandarnos besos mirando para arriba. Fuimos una anomalía, mi amor, una que florece.