Hubiera jurado que las paredes de la escuela donde estudié la primaria eran rojas, rojísimas y enormes. Pero no.
Durante más de veinticinco años he recreado en mi memoria, esa gran mentirosa, escenas de mi infancia en un edificio que —acabo de constatar— yo inventé.
Dice la neurociencia que la memoria es, sobre todo, creatividad, un gran ejercicio imaginativo que se desfasa con los eventos ocurridos. Que para recordar, el cerebro primero sigue un proceso en el que fija proteínas y asienta emociones y luego devuelve algo que asumimos como recuerdo fiel pero que en realidad es una interpretación del hecho que pretendemos recordar mezclado con las emociones. Madre mía.
Con el terror que le tengo yo a la falta de control, a enloquecer, con lo que me perturba desconfiar de mis certezas.
Siempre me he jactado de tener buena memoria.
Ya saben: recuerdo con precisión fechas, lugares, números importantes, nombres, puedo reproducir conversaciones como si las hubiera grabado en una cinta; me gusta impresionar con mis recitaciones de merolico lo que memoricé porque de pequeña eso me ganó aplausos, chocolates y la aprobación de aquellos a quienes me moría por agradar: mi madre y mis maestros. Ahora miro con ternura y un gramo de insoportable auto compasión a esa niña insegura que sólo quería que la quisieran. Que suenen los violines, cómo no.
Pero empiezo a sospechar de mí y a aceptar, inexorablemente, que mi “creativa” memoria es una cabrona mentirosa que además asegura con cara de póker que lo que me dice es cierto. Cínica y falsaria, como decía mi abuela.
Hace poco visité la escuela donde pasé siete años de mi vida, me quedé de una pieza cuando me di cuenta de que la confundía con otra escuela en la que estuve después, las fundí, a una le puse la arquitectura y a otra los colores y resultó que no, que nada era como yo lo recordaba.
Ayer platicaba con mi hermano —cinco años mayor, de un evento familiar importante y casi nos presentamos ante Notario Público para certificar nuestras respectivas versiones de los hechos, él lo recordaba todo de un modo y yo de otro; luego nos dio un ataque de risa y yo reconocí que elegí el oficio de escribir, qué remedio, porque soy una mentirosa.
¿Qué es la memoria? ¿cuánto sabemos del cerebro, ese inquilino escalofriante que nos tiene en su poder?
Es el cerebro quien comanda nuestros amores, odios, recuerdos, decisiones, impulsos de sobrevivencia, niveles de glucosa y hasta el antojo vespertino de un trago… absolutamente todo.
Y del cerebro, ay, sabemos muy poco.
Pienso en la memoria histórica y más que nunca me hace sentido la mentira histórica.
Sobre la mentira personal alojada en eso que llamamos memoria, siento un breve temblor y me digo que mejor no esforzarse por controlarla, que si la pared era amarilla —amarilla, por el amor de dios— y a mi cerebro le pareció que le iba mejor el rojo, pues ya está. Sería por algo.
Quizá lo único que queda por hacer es liberar a la memoria para que cuente mentiras espléndidas, bien narradas, con detalles divertidos, escalofriantes y conmovedores; porque la verdad, ese ente inasible, a veces es un callejón húmedo, árido y jodido al que no viene mal convertir en una verde pradera que nos permita respirar la fantasía de un día soleado.
¿Y es que cómo culparnos por el deseo de vivir en un día soleado?