Mi amiga L supo desde muy pequeña que sentía fascinación por las mujeres.
Se enamoraba de los gestos, las voces, las manos.
Reparaba en peculiaridades de las chicas que a mí simplemente me pasaban de noche, por eso supe que lo suyo era en serio y lo mío no.
Alguna vez jugamos a ser novias pero yo me aburrí pronto y se lo confesé, todavía recuerdo su cara, esa expresión de tristeza en una niña de nueve años que podría contener todos los misterios del desamor.
Después de mí, ya adolescente, tuvo una novia. Era su vecina. Con ella se desbordó en un tórrido romance. L con su pelo largo de amazona y su nariz afilada, la otra de rostro amable y redondo, flequillo despeinado. Verlas juntas era presenciar un espectáculo de vitalidad que desgarraba el alma.
Trepaban por los toldos de los coches, consumían paletas de hielo como yonquis, se amarraban trapos de hippies en el pelo y andaban siempre con las manos entrelazadas. Pronto, como suele llegar el juicio de los demás, la gente del barrio empezó a mirarlas con desprecio.
Así que una señora de las que nunca faltan, se apersonó a hablar con la mamá de L para sugerirle que vigilara los pasos de su hija.
Y se fue todo a la mierda.
Encerraron a L, la llevaron a la iglesia pentecostés a la que la madre asistía y la sometieron a una especie de exorcismo, sí, un exorcismo en los años 90. No la vimos durante más de un mes. La novia deambulaba por las calles con una desolación que parecía derrumbar con su estela los edificios a su paso.
Y después L reapareció. Adiós pelo de amazona, sonrisas electrizantes, ojos encendidos.
Era otra, llevaba un vestido largo y la melena recogida en una trenza rígida, gruesa como látigo romano. La estampa que viene a mí cuando pienso en ella se parece a esas mujeres que salen de misa cubriéndose el rostro con un velo negro, la representación de la vergüenza pública. A sus catorce años.
Se casó dos veces con parejas heterosexuales, un matrimonio peor que el otro. La última vez que tuve contacto con ella le pregunté si tenía hijos, respondió que no, que tenía miedo de que Dios la castigara con su descendencia por lo que ella había hecho en aquellos años.
Sentí un tirón en el pecho, rabia y tristeza. Navegué largo rato por sus fotografías en Facebook, sus fotos de esposa del segundo marido.
¿Quiénes son los disfuncionales del amor? ¿los que se atreven a hacer una elección distinta o los que fingen hasta que la muerte los separa?
La señora del Facebook sigue llamándose L pero ahora tiene la mirada rota, el pelo corto y escaso. Y publica sentencias contra la comunidad LGBT citando fragmentos de la Biblia.
Y yo sólo puedo pensar en este poema de Karmelo Iribarren: La tragedia.
No se quieren,
pero apenas se les nota.
Han hecho de ello,
de ocultar su tragedia,
la razón de su vida.
Son unos profesionales
de la desdicha.
Cuando se mueran
—y se despierten en el infierno—,
les parecerá un día normal.