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-No huelo a ti ni a mí, sino a un tercer olor que es el nuestro, dijo ella, sin despegar los ojos del techo y sus islas de humedad.
Me levanté de la cama y descorrí ligeramente la cortina.
-Qué raro, exclamé. En el patio hay conejos en las jaulas sin la menor protección para la lluvia.
-Debe ser un hotel para conejos, dijo ella cerrando la cortina.
Envueltos en risas y mordiscos caímos otra vez sobre el oscuro dibujo de la colcha.
En Radio Joya dijeron la hora y ella saltó en busca de la regadera.
-Ven, gritó. Ahora si hay agua caliente. Y es mejor que huelas a Jardines de California que al olor de nosotros.
Me quedé donde estaba y pensé en el dios del trueno, en los conejos que dormitaban sin hacer caso de la tormenta y en el olor a Jardines de California que salía del baño para mezclarse con los perfumes de la noche.
Francisco Hernández