Viejos amigos
El siguiente cuento está dedicado a tantas personas que sin querer o con toda la intención del mundo decidieron salir de mi vida. Y aunque no me han hecho falta, si los recuerdo con cariño.
Saludos a todos.
Eduardo.
Todavía no lo saben.
Van en sentido contrario, por la misma acera, con cierta prisa. Uno lleva una carpeta muy grande y camina ensimismado, mirando hacia el suelo. El otro se va fijando en la gente con la que se cruza o a la que adelanta, rápidos vistazos que sólo se prolongan si sus ojos se posan en una mujer guapa o en un rostro peculiar. Si eso ocurre, no se detiene ni se da la vuelta, pero no deja de mirar a la persona dueña del rostro hermoso o raro hasta que queda a sus espaldas.
Cuando están a unos pocos pasos, el que no lleva la carpeta se para.
—¡Germán!
El que iba despistado se para también, busca, aún sorprendido, a quien le ha llamado, y ve a su amigo. Su expresión se anima.
—¡Hombre, Nacho! ¿Qué tal?
—Bien. ¿Y tú? —y sin darle tiempo a responder, añade—: ¿Dónde vas?
—A entregar un trabajo —y alza levemente la carpeta—. ¿Y tú?
—A recoger un certificado. ¿Tienes tiempo para tomar algo?
El de la carpeta duda un momento.
—Sí —resuelve al fin—. Un café rápido.
Entran en la cafetería frente a la cual se han encontrado. En la barra hay un par de asientos libres y los ocupan. Uno de ellos está calveando. Es bajo. Tiene ya bastante barriga, aunque vestido todavía da el pego. Es tímido, algo inseguro, y a la vez, o quizá por eso mismo, orgulloso. El otro es más moreno. Es disperso, errático, un tanto soñador y, a la vez, algo cínico. Usa lentillas. Ha estudiado Filosofía, pero se dedica al diseño gráfico. Son muchos, pero como entre todos únicamente suman dos bocas, les basta con dos cafés.
—¿Qué tal Paloma? —pregunta el de la carpeta.
—Bien —responde el que se dirigía a la oficina de correos—. Con bastante trabajo, pero bien.
—¿Y el niño?
—Muy bien —los cansados ojos del padre se iluminan por un instante—. A punto de echar a andar. ¿Y tú? ¿Sigues con la chica ésa? No me acuerdo de cómo se llamaba, la inglesa.
Le invade un ligero sentimiento de culpa por no recordar el nombre, pero, al fin y al cabo, se disculpa, sólo la ha visto una vez, y con mucha más gente.
—No. Volvió a Londres, fui a verla y... —sonríe, con una mezcla de melancolía y complicidad—. Uno de esos viajes que es mejor no hacer.
Aquí, en su territorio, Germán es un tipo estrafalario, con un punto genial. Su aspecto (pelo largo, recogido en una coleta, una camiseta de manga larga de marinero, a franjas horizontales azules y blancas, entallada, pantalón caído), su éxito profesional, su vida bohemia, con novias que se suceden, separadas por temporadas en solitario, le confieren el atractivo de alguien raro, difícil de clasificar, pero claramente perteneciente a un grupo social prestigioso. Aunque en Londres su aspecto es el mismo y viste igual, estar con él viste mucho menos: la extravagancia es mucho más frecuente, y ni siquiera se decidirían a clasificarle como alguien difícil de clasificar. Al menos, así se explica su amigo el fracaso de su viaje mientras les sirven los cafés. El de la carpeta lo pide descafeinado. Es un ejemplo del absurdo de la vida, o de sus infinitas posibilidades: que exista el café descafeinado. Uno echa azúcar, el otro no.
—¿No te pones azúcar? —observa Nacho, algo sorprendido.
—No —replica Germán—. Ya es bastante dulce la vida como para ir azucarándola, ¿no?
Esas son las salidas que le gustan de su amigo, una mezcla de ingenio, ironía y amargura que revela que, debajo de su coraza y de su éxito, hay una herida que duele.
—¿Por dónde vas ahora? —pregunta Nacho.
—Ningún sitio en particular —enarca las cejas—. Llevo una época bastante encerrado.
Saca un cigarrillo y lo enciende. Su amigo piensa que está más pálido y delgado de lo habitual. ¿O un poco amarillento? ¿Serán las luces de la cafetería?
—¿Hace cuánto no nos veíamos? Cuatro meses o así, ¿no?
—Por ahí —contesta Germán, tras dar un sorbo del café—. Desde la fiesta en casa de Ramón.
—¿Has vuelto a ver a alguno de éstos?
—No. Bueno, sí —rectifica rápidamente—, a Chus. Me lo encontré en El 22, pero iba bastante pedo y con gente que no conocía, y tampoco hablamos mucho.
Nacho recuerda en ese momento que Lidia no estuvo en lo de Ramón. ¿Cuánto lleva sin verla? ¿Diez meses, quizá? Habló con ella por teléfono hará tres meses, quedaron en llamarse para verse, y hasta ahora.
—¿Y Lidia? —pregunta—. ¿Qué sabes de ella?
—Se está separando.
—¿Sí? No sabía nada.
Tiempo atrás, Lidia y Nacho habían salido juntos. Cuatro años antes ella se había hecho novia de un abogado que no había encajado demasiado bien en el grupo.
—Me da pena por el crío —dice Germán.
—¿Quién se va a quedar con él?
—Hombre, supongo que Lidia...
Entra una chica de unos treinta años, delgada, boca grande, pelo negro y lustroso peinado hacia atrás por encima de las orejas. Ninguno comenta nada, pero los dos saben que el otro también se ha fijado en ella. Siempre han tenido un gusto semejante en lo que a mujeres se refiere. Ésa es una de las raíces de su amistad.
—¿Alquilaste por fin el estudio ese? —se interesa Nacho.
—Sí —dice Germán—. Es pequeñito, pero está bien.
—¿Tienes teléfono allí?
—Sí.
Germán le da el número, y Nacho lo apunta en una servilleta. Continúan un rato más intercambiando información y, cuando les traen la cuenta, Nacho se adelanta y tiende un billete hacia el camarero. Germán no hace ningún esfuerzo por impedirlo, quizá porque dos cafés es demasiado poco como para gastar energías en la típica representación, dos personas intentando evitar que pague la otra.
—Bueno —dice el que le gusta leer, mientras el aficionado al jazz espera las vueltas—. Nos veremos el sábado, ¿no?
—¿El sábado? —se sorprende Nacho—. ¿Qué hay el sábado?
—Sergio da una copa en su casa por su cumpleaños —responde Germán, con la incómoda sensación de que tal vez ha metido la pata. Pero, pensándolo un poco más, si es así no le importa: le apetece ver a su amigo.
—Pues no me ha invitado. Está claro que llevo tiempo fuera del mercado —se lamenta, aunque, en realidad, sabe que si ya no le llaman es en parte porque también él ha dejado de llamar.
—Daría por hecho que ya te enterarías —dice su amigo, no muy convencido—. ¿Irás?
Y es que, realmente, le apetece que vaya. Son muchos años. ¿Veinte, ya? No tanto, reflexiona Germán, pero casi. Han viajado juntos, han ido al cine, se han avisado cuando había un plan divertido, ¿cuántas veces habrán salido borrachos de un garito para encontrarse, sorprendidos, mitad orgullosos, mitad avergonzados, con que ya había amanecido?
—Si puedo, sí, aunque a lo mejor nos íbamos de fin de semana. Depende de que me den el coche, está en el taller —explica Nacho, mientras recoge las vueltas, excepto la moneda de veinte céntimos—. Si nos quedamos, nos pasamos.
Salen a la Gran Vía y se despiden, ambos contentos de haberse visto. Cada uno retoma la dirección que llevaba antes del encuentro.
Todavía no lo saben, pero nunca más volverán a verse.