POR JOSÉ MIGUEL OVIEDO
Conduciendo mi auto, llego, casi sin darme cuenta, a una antigua y elegante (casi aristocrática) zona de la ciudad por la que no había pasado en varios años. Volver a este lugar es como volver al pasado, a una época lejana y ya perdida. Reduzco la marcha para disfrutarla mejor: aunque ha cambiado algo, su perfil y su atmósfera se mantienen idénticos, como si el tiempo se hubiese detenido, respetándolos. Me distraigo mirando las calles anchas y limpias, con poca gente alrededor, pues al parecer esta gente prefiere la tranquila comodidad de sus casas, donde tienen casi todo lo que necesitan sus confortables vidas. Dando vueltas llego a un hermoso parque cerrado en forma de óvalo que lleva el nombre de un héroe militar del siglo XIX; el parque mismo podría pertenecer a esa época: casonas señoriales de uno o dos pisos, con anchas y pesadas puertas de madera y cerraduras de bronce, pulcros jardines, gráciles arcos a la entrada, espesos muros blancos y ventanales con cristales emplomados. Al centro del parque, un alto surtidor baña una fuente de mármol y su sonido se mezcla con el rumor de árboles que deben ser centenarios. La vista y el sonido me parecen tan relajantes que resuelvo estacionarme un momento frente a una residencia que me gusta más que todas por su jardín de riguroso diseño geométrico. Abro la ventanilla y aspiro el olor balsámico de los eucaliptos. Salvo el viento que mece los árboles y el agua de la fuente, nada se mueve aquí. Oigo el canto de unos pájaros, pero no los veo, aunque trato de espiarlos entre las ramas.
De pronto, la puerta de la casona que he elegido se abre y una joven mujer sale con paso decidido, se detiene casi al borde del porche y me dice en voz alta: “¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Cómo te atreves? ¿Qué quieres ahora?” La sorpresa me aturde y casi no creo lo que está pasando. La figura se acerca un poco más y cruza los brazos en un gesto de impaciencia y desagrado. Entonces, como en un destello o relámpago, la reconozco: es E., a la que no veo hace años. Siento que viajo vertiginosamente hacia el pasado y recobro, con perturbadora claridad, fragmentos que creía irrecuperables. Recuerdo ese rostro amado, de rasgos tan delicados que parecían hechos a pluma sobre un velo de gasa y cuya exacta proporción me producía una sensación de arrebatada felicidad, de algo que no podía perder sin perderme yo mismo; recuerdo el ardiente brillo metálico de sus ojos, su cuerpo flexible y ligerísimo que yo podía manejar con una mano, su olor nocturno, como a hoguera de sándalo. La única diferencia es que ahora lleva el claro pelo castaño más corto, como una orla ceñida a su cara. En medio de mi desconcierto, le sonrío y la saludo pronunciando sólo su nombre para que sepa que soy yo, pues debe haberme tomado por otro. Bajo del auto y me acerco a ella con gesto amistoso. Pero E. permanece rígida, indiferente, y ahora veo que su rostro está congestionado por una mueca de suprema indignación, por un desprecio más allá del odio. Me detengo en seco al darme cuenta de que hablarle no tiene sentido: la furia que la colmaba se ha desbordado en un nuevo oleaje, pues cree que he venido para buscarla o darle explicaciones. Absurdamente, no me voy.
Empiezo a recordar, en una tormentosa sucesión de imágenes, lo que ocurrió años atrás entre ella y yo. Nuestra relación fue tan intensa que me parecía estar siempre al borde de un abismo, luchando contra lo imposible, como si confundiésemos lo imaginario con lo real. Mi único secreto con E. fue no decirle eso, que cada minuto de exaltación con ella me parecía el último antes de una catástrofe, como si su ternura y su pasión fuesen una sutil trampa; es decir, sentía simultáneamente un inmenso placer y una incurable zozobra. Por eso mismo, todo fue un torbellino, algo totalmente insensato, como el llanto o la risa de un niño pequeño. Cuando llegó el temido final, en una tarde lluviosa en la que nos enfrentamos como fieras disputando una presa, fue por una torpeza, mezquindad o error míos, sobre un asunto tan baladí como intolerable. Supe de inmediato que no habría vuelta atrás. que había arruinado todo, de principio a fin y para siempre. Contrito, intenté entonces, inexplicablemente, pedirle perdón y eso no hizo sino empeorar la situación; E. me dijo, con voz helada y candente a la vez, una frase que dejó una indeleble cicatriz en mi mente: “Hasta los miserables saben que hay cosas que no se pueden perdonar.” No volví a verla más, por supuesto, y tuve que tragarme mi vergüenza y mi humillación en silencio.
Ahora que está frente a mí, es como si acabásemos de pelear: sus ojos están enrojecidos por la misma ira, por un rencor sin atenuantes, sin término; la respiración agitada le hace temblar los compactos senos. Verla así me confirma que hay actos que no se olvidan con el tiempo, sino que empeoran cada día, como una fruta podrida. En un intento desesperado e inútil, con la boca seca, logro articular una frase estrangulada: “Te ruego olvides lo que ha ocurrido”, sin saber yo mismo si me refiero al pasado o al presente. Y agrego: “Llegué aquí por casualidad.” Eso no hace sino enfurecerla más porque la disculpa suena horriblemente falsa: ¿qué otro motivo que buscarla habría tenido yo para venir a este parque y detenerme justo ante su casa? ¿Quién puede creer lo contrario? Ella gira el cuerpo y llama a alguien que está adentro: “¡George!” Casi al instante aparece su marido, un hombre de aire ligeramente melancólico y con una constante semisonrisa en la boca, lo que contrasta con el gesto de ella. Le dice, le ordena: “Dile a este tipo que no se atreva a volver por aquí a molestar. Que se largue de inmediato.” El marido, diligentemente, repite casi las mismas palabras sin mayor énfasis mientras yo inicio mi cobarde retirada como un perro apaleado. En el momento en que enciendo el motor me animo a echarle una última mirada a E. y veo que ahora celebra, abrazada al marido, su total victoria. También veo por el espejo retrovisor que un guardia de seguridad está acercándose a la casa.
Arranco y me voy, sintiéndome como si hubiese sido expulsado del paraíso, como si fuese a vomitar. Me detengo unas cuadras más allá porque ya no soy capaz de encontrar el camino de vuelta. Aunque trato de suprimirlo, un pensamiento indigno emerge de un fondo sucio y cruza mi cerebro como una flecha: “Todavía me recuerda.” Cierro los ojos, respiro profundamente y apoyo la nuca en el cabezal de mi asiento. Pero lo que siento es una mullida almohada (reconozco su olor tan familiar), lo que me permite salir de mi sueño parpadeando ante la claridad fulgurante del día. Un libro rueda de las sábanas y veo en la página abierta el amado parque al que jamás podré volver. ~