"Sister moon, will be my guide / On your bue, blue shadows / I will hide”, dice una canón de esas que la gente le canta a la Luna. A la Luna también se le ladra, se le culpa de las mareas, los crímenes y los súbitos cambios de humor de los amantes. Todos hemos volteado a verla por las simples razones de que está arriba de nosotros, y porque suele brillar de noche. En un mundo que solo tiene un satélite, nuestra relación con él se vuelve especial, estrecha, inolvidable (quizá así sucede con los hijos únicos). Solo hay una Luna y quizá por eso escribimos su nombre en mayúsculas. Y le hacemos canciones. Y discos sobre su rostro oculto. Y nos imaginamos historias. Y mucha gente soñó y sueña con estar ahí, con caminar en la Luna. Yo nací cuando alguien ya había caminando en la Luna, así es que cuando era niño justificadamente (y alimentado por atlas y libros de National Geographic) me imaginaba que yo también podría llegar ahí. Primer niño en la Luna. Primer perro en la Luna. Primer hotel en la Luna. Primer político corrupto en la Luna. La Luna era la nueva frontera, pero el fin de siglo, los intereses verdaderos de los adultos y las crudas realidades de la economía nos alejaron de la Luna. A mis 39, no he ido a la Luna y no creo ir nunca. Tenemos megaembotellamientos, notificaciones push, búsquedas instantáneas y los aerosoles ya no dañan la capa de ozono, pero no podemos ir a la Luna como quien toma a su familia y da el acapulcazo. No me quejo tampoco. La vida es dulce a pesar de todo. Ayer murió Neil Armstrong y me acordé de aquellos sueños espaciales, de cómo alucinaba con probarme un traje de astronauta, con salir a caminar afuera del shuttle Columbia, dar brincos locos de baja gravedad en la Luna…
El mejor regalo de Collins, Aldrin y Armstrong fue ayudarnos a imaginar, sí.