No te acuerdes de mí. Te lo ruego, te lo
exijo, te lo ordeno. No me recuerdes. No me preguntes cómo estoy. No quiero
maquillar la verdad. Ignórame. Olvídame. Escúpeme.
Era como un pacto no dicho. Donde las palabras
fueron anuladas, donde nuestras espaldas bastaron para dejar de cuestionar un
futuro inexistente. Perdido. Recuerdo que te lo pedí a gritos cuando tu pupila
se clavó ante mi impotencia. Cuando los espejos donde te había encerrado
estallaron y se incrustaron en el destino de arena que había construido junto a
ti.
No me digas que vas a volver. No preguntes
cuándo voy a regresar. No alimentes mi deseo, mi hambre, mi sed de verte, de
abrazarte, de comerte, de olvidarte. De vengarme, de romperte en mil pedazos y
reconstruirte y odiarte. De nuevo. Te amo. No lo hagas. Te odio. No sonrías, no
me hagas sonreír. No discutas, no es una pregunta, es un requisito.
Pero siempre me obviaste. Hoy lo comprobé.
‘Hola’, dices. ‘Hoy me acordé de ti’. Y yo, a
la basura. Sonrío. Como regresando de una convulsión al primer día. Te sonrío.