Odiar sus manías. Todas. Tantas. Particularmente las orales. Decir vinito en lugar de vino, chasquear la lengua al hablar, masticar haciendo un ruido obsceno.
Y saber, también, que él siempre estará ahí, que cuenta con su lealtad a prueba de fuego y que con él construyó un refugio al que puede volver después de cada jornada. El buen humor y la facilidad con la que él prepara esa omelette de espinacas los sábados y que lleva a la cama para que ella duerma otro rato. Los abrazos con los que la contiene como nadie más puede hacerlo.