Teníamos esa costumbre: en el recreo tomábamos a alguien de rehén y lo echábamos al cuarto de los tiliches de limpieza, le metíamos seguro (tenía un pasador por fuera) y lo dejábamos ahí hasta que el conserje dejara de andar papando moscas y lo rescatara. Eran minisecuestros exprés que ya nos habían valido varios jalones de oreja pero que eran cabronamente divertidos. Una víctima llorando a lágrima tendida, escupiendo rabia a borbotones, valía cualquier número de castigos por parte de nuestra maestra-piernas-locas.
Esa bendita costumbre la agarramos poco antes de llegar al final del ciclo escolar. No tuvimos más de tres víctimas y estábamos conscientes de que al regresar de las vacaciones ese número debería elevarse. Además, ya seríamos de sexto año, es decir, los grandes, la pura ley.
Llegamos a sexto luego de estar cada quien dos meses enclaustrados en sus madrigueras. En la 'Juan Escutia' nadie platicaba de viajes de placer, nadie decía "no mames, nos fuimos a Acapulco y el mar está poca madre y los lancheros tienen el pelo güero pero están bien pinches prietos". Nada. Era una escuela de mala muerte para alumnos muertos de hambre, ¡qué íbamos a saber lo que es el mar y los lancheros!.
En realidad, todos llegábamos a quejarnos de lo mucho que nuestras rechingadas madres nos habían puesto a trabajar. Algunos, los más afortunados, habían recibido alguna paga por ir a cortar caña con sus tíos o por ir a pescar. Los demás éramos un club de cenicientas.
Para aliviar ese estrés acumulado gracias a las lecciones maternas sobre los quehaceres del hogar, volvimos a las andadas de los secuestros exprés. Ese año pintaba para ser el pináculo en nuestra carrera de gañanes, pues entró un nuevo elemento que nos enviaron, lo juro, desde las mismísimas profundidades del averno.
Se llamaba Rodrigo Artenán; le decían "Cochamba" en la Benito Juárez y arrastró el mote a la Juan Escutia. Decía que era boliviano pero tenía cara como de oaxaco. Era un chamaco flaco, de huesos anchos, cabello cenizo y sonrisa luciferina; Cochamba era el engrane que nos hacía falta.
El aporte más importante del boliviano fue la enseñanza del equilibrio perfecto entre la tortura física y la sicológica durante los minisecuestros. Nosotros, simples aprendices, nos limitábamos a tomar el rehén y encerrarlo; Cochamba nos enseñó que al rehén hay que tomarlo, darle coscorrones, describirle el cuarto de los tiliches como un panorama horrible y después obligarlo a pagar su propio rescate (incluso a crédito y/o en especie); liberarlo y amenazarlo de muerte si va de boca floja.
Sí, éramos felices... pero la felicidad se nos salió de las manos el día que Cochamba dijo que íbamos a secuestrar a alguien de quinto. Ya le había echado el ojo y era buen prospecto, según él. Eso estaba en contra de la regla general que nos dictaba que las mejores víctimas eran los morritos de tercero para abajo, tal vez de cuarto, pero nunca de quinto. Nadie dijo nada para no verse como un coyón.
Cuando salimos al recreo resultó que la víctima era una niña de las que tienen tetas y se bañan todos los días. Cochamba dijo "tú y tú" y nos señaló al gordo y a mí. Los demás sólo verían. Yo no contesté pero pensé en que no me atrevería a darle de cocotazos a la niña, sabía que me expulsarían si lo hacía.
No hubo necesidad: Cochamba se le acercó, la saludó y le inició una conversación con suficiente elaboración como para convencerla de que fuera con él no al cuarto de los tiliches sino a la bodega que estaba al final de la última hilera de salones. Nosotros íbamos atrás como perros oliendo comida ajena.
-¿cuánto crees que le saquemos? -le pregunté al gordo
-no le vamos a sacar nada -contestó sonriendo
El gordo ya sabía lo que iba a pasar. Yo comencé a deducirlo y en mi mente sonaba divertido porque pensé que la morrita estaba de acuerdo. Y claro que no era así.
Cuando Cochamba entró a la bodega, en seguida se encerró. Se escucharon golpes, ella empezó a gritar y pronto se calló. Cochamba abrió la puerta, dijo "pasen" y pasó el gordo. En ese instante supe que estaba frente a un crimen y no me moví.
-Dices algo, pinche marica, y te carga la verga -me dijo Cochamba.
Me quedé afuera porque no quería meterme en problemas pero sabía que por las persianas se podía ver. Y quería ver porque yo nunca había tenido una panocha de verdad frente a mí, puras pinches fotos.
Primero se la chingaron normal. Pasó Cochamba y luego el gordo, nada grandioso, aunque justo ahí se me cumplió el deseo de ver una pucha en vivo y confieso que estaba bastante emocionado: carajo, era preciosa; las fotos se quedaban cortas, muy cortas.
Cochamba estaba divirtiéndose de lo lindo, se le notaba en la cara, y no sé porqué pero después ya no le tuvo piedad: comenzó metiéndole el mango de un martillo, luego el mango de un desarmador y acabó metiéndole un pedazo de varilla oxidada. La morrita estaba casi inconsciente, balbuceaba y si lanzaba un quejido fuerte el gordo le soltaba un derechazo. Ambos se cagaban de risa.
Ver tanta sangre me hizo vomitar. Saqué lo poco que había comido y fui al salón por mi mochila. Me brinqué la barda y anduve vagando por el pueblo unas horas, para que mi mamá no sospechara nada al verme llegar temprano.
Al día siguiente se armó el escándalo. Los padres de la morrita querían linchar a Cochamba, al gordo y al director de la escuela. Yo tenía miedo porque pensé que también me iban querer linchar, pero no: ella sólo dijo que fueron ellos dos y ahí quedó la cadena de culpables.
¿Cuál fue la justicia aplicada? Al director, lo movieron de escuela; al gordo, lo llevaron a la correcional unos añitos y luego salió bajo fianza, y Cochamba se fugó con su familia a Bolivia (o a Oaxaca, no sé) y dicen que hasta la fecha anda muy campante por la vida.
La morra se llama Ana G. D., ahora está rayando los 30, es soltera, nunca ha tenido algo que se le pueda llamar "novio" y le tiene un miedo excesivo a los niños entre 10 y 13 años. Las terapias que con bombo y platillo le regaló el presidente municipal no le sirvieron de nada.
Canibal