Quizás el acto más amoroso sea aquél que en apariencia no lo es en absoluto.
Cuando terminamos (se termina, nos termina) una relación de pareja, solemos pensar que ya nada puede ser peor, no entendemos el mundo y pensamos que ya nada valdrá la pena. Ponemos profundamente en tela de juicio quién somos y qué queremos ser (hacer). Todo nuestro ser nos dicta que el amor es aquello que ya no tenemos, el amor existió (si es que existió) cuando teníamos pareja, ahora estamos solos. Pero, ¿por qué se terminó la relación? Todo lo que no cambia perece, “Nosotros, los de ayer, ya no somos los mismos”, dice Neruda. Así, forzosamente, dado que nosotros cambiamos, nuestras relaciones deben hacerlo. Que terminen no es sino una de las posibilidades y un hecho; reconocerlo no lo hará menos triste ni fácil de aceptar, sólo nos hará conscientes de una complejidad mayor.
A veces, el acto más amoroso es terminar una relación, dejar ir a la otra persona y que nos dejen, porque ya no es posible mantener ese caótico estado de cosas. Es el acto más amoroso porque es el menos egoísta, lo que más nos importa es el bienestar de él (o ella). Es lo que más deberíamos pretender en una relación, y en algun momento así es: mi felcidad es la de él y viceversa. Cuando eso cambia no significa que el mundo se termina, quiere decir sólo eso, que la relación cambia y puede seguir hacia donde queramos.
Claro, como buenos humanos, casi siempre preferimos la estaticidad y que las cosas no cambien, menos la pareja a quien hemos dedicado un lapso de vida. Sin embargo, insisto, el acto más amoroso puede ser aquél que nos duela más. ¿Amamos realmente a la otra persona?
Helena