¡Qué aventura la de esta noche que está por concluir!
Todo comenzó con la conocidísima situación de la
mujer hermosa que se lleva un cigarrillo a los labios
y del hombre apuesto que le ofrece fuego.
El movimiento de su mano que protegía la llama,
no tenía otra finalidad que tocar la mía. Sin dejar de
mirarme a la cara con su ojos extremadamente
enrojecidos, dejó correr sus dedos con descuido.
Al tropezar con el anillo, lo examinó palpándolo con las
yemas antes de mirarlo. Orientó mi mano hasta que
la escasa luz le permitió leer la letra de oro
incrustada en la piedra, -Ricardo-, propuso, -podría ser -
le respondí.
En su mirada apareció una repentina sorpresa, -Ah, el enigma-,
musitó, demorándose en las palabras. Y de pronto
echó la cabeza hacia atrás y río con una risa exuberante
y breve. El blanco azulado de su gargante brillo un instante.
Me tomó de la mano y me arrastró hasta la pista de baile.
Giró sobre sí misma y por un momento la blancura de su cuerpo
fue como flashazo en la obscuridad. Ceñí su cintura con mi brazo,
hundí mi rostro en sus cabellos negros. Otro giro la liberó.
Se alejó, volvió hacia mí. Al pegarse de nuevo a mi cuerpo,
deslicé mi mano por entre el escote y la pose sobre su seno izquierdo.
Antes de que se alejara mediante otro giro, alcancé con intensa delicia
el palpitar acelerado de su corazón. Me dijo que no con la cabeza, pero
el fulgor de su mirada irritada la traicionaba.
En efecto, algunas horas después fuimos a su apartamento.
Sin decirle nada, sin permitir que me dijera algo, la desnudé.
Besé su cálidos labios, mordí sus pezones, hundí mi lengua
en su ombligo, atormenté su clítoris. Arrebatada por el irresistible
orgasmo, clamó que la penetrara.
Entonces en ese momento tan
buscado por toda la noche, cuando ya su voluntad me pertenecía
por completo, la atraje lentamente hacía mí, hundí limpiamente
mis colmillos en su garganta y empecé a succionar su sangre
mientras ella gritaba de dolor, de placer, de pánico...
que sé yo.
Bowie