Ya no cabe nadie en el
metrobús pero de todas formas la gente se sube, empujándose, empaquetándose sin
sentido. Algunos ríen, como si fuera gracioso dicho hacinamiento inhumano. No
tiene nada de gracioso. Llueve afuera. Faltan muchas estaciones para que todos
bajemos, es como si hubiera tramos de la ciudad que nadie utiliza para nada.
Huele a bocas, a desvelados, tufo de desayunos descomponiéndose, sudor
mañanero. Estamos todos crudos pero no de la borrachera de anoche sino del
hartazgo de estar vivos y yendo rumbo a empleos distantes, aulas distantes, funerales
tácitos. Nos venimos pisando los zapatos, codeándonos sin clemencia, allá a lo
lejos viene el vagón de las mujeres y es lo mismo pero ahí además apesta a
fragancias mezclándose. Suena un teléfono pero es imposible responderlo porque
las manos no pueden bajar a los bolsillos. El vagón entero avanza inquieto.
Alguien usa mi brazo como tubo. Alguien viene rezando. Un señor con una
chamaquita con cara de rata intenta cargarla pero no puede, la niña permanece
atónita ahí abajo, sofocada. Los que vienen sentados parecen hechos de cartón,
como si fueran el público en un videojuego de soccer. ¿A dónde vamos? ¿A dónde
ir? No hay salida de esta ciudad odiosa y ciclada. Bosteza a mi lado un sujeto
y su aliento me patea el estómago. La televisión empotrada al techo no deja de
repetir la misma tonadita. Los vidrios empañados no permiten leer a qué altura
del maldito Insurgentes vamos. Con una mano sostengo mis tuppers con comida y
con la otra me sostengo de un tubo que más bien parece una efigie de manos
sosteniéndose. Quiero morir. Queremos morir. O llegar al destino, ya de
perdida. De repente, y con lujo de suavidad, una mano anónima que también viene
asida al tubo comienza a acariciarme el espacio entre dos dedos...
Neb