viernes, 5 de julio de 2013
Oda a nuestra individualidad
Una
mañana te levantas y te has cansado de ser tú. Porque ser tú misma o tú mismo
es terriblemente agotador. Y una condena insalvable. Es cargar con la piedra de
Sísifo ad infinitum. Ser una rutina. Ser un itinerario. Ser una suma de
hábitos. Repetirse con una precisión diabólica, matemática, científica. Ser la
domesticación encarnada en una aburrida serie de infinitivos. Despertar.
Desayunar. Conducir. Trabajar. Pagar las cuentas. Enamorarse. Desenamorarse.
Enamorarse. Más despertares, más desayunos, más autos, más trabajo, más
cuentas. Cada vez menos enamorarse y desenamorarse. ¿Por qué hacerse adulto se
reduce a un rosario infinito de responsabilidades? Vaya tortura disfrazada de
éxito. Estoy cansado. Sí, entiendo bien que trabajar dignifica al hombre (y a
la mujer) y que una vida productiva es una vida sana. Pero, pero, pero: tengo
mis asegunes. Permítanme, muy míos y bienamados lectores, que reniegue, una vez
más, de nuestros provechosos y eficientes valores dosmileros. Para empezar:
¿por qué siempre tengo algo que hacer?, ¿y por qué cuando ocurre el milagro de
que por un nanosegundo no estoy haciendo nada, me entra una culpa intolerable?
Para seguir: ¿por qué tengo que cambiar de coche cada tres o cuatro años?, ¿por
qué tengo que cotizar para el IMSS y alimentar mi fondo de ahorro para el
retiro si ni siquiera sé hasta cuándo voy a vivir? ¿Por qué tengo un
crédito hipotecario de quince años que me obliga a trabajar como perro de
trineo para poder liquidar un departamento que me habrá costado el triple de su
valor gracias a la tasa de interés más abusiva del mercado y a que este
gobierno pusilánime y huevostibios es incapaz de regular a los rapaces bancos?
Para continuar: ¿por qué tengo que despedazar mi cuerpo y mi metabolismo para
ser atlético y delgado?, ¿por qué no puedo engullir sin angustia ni promesas de
penitencia una barra de chocolate con almendras? Para deprimirme: ¿por qué debo
tener el smartphone más reciente y más smart que yo? Háganme el recabrón,
rechingado y recarísimo favor. Para que se asusten: la estadística de personas
que se endeudan con el fin de comprar un smartphone, comprometiendo incluso su
préstamo de desempleo del IMSS, va en aumento. Todo por un insignificante
teléfono. Todo por un pinche teléfono. Todo por un objeto que hace veinticinco
años ni siquiera figuraba en nuestro panorama y ahora nos resulta tan vital
como el oxígeno que respiramos. Para deprimirme otro poquito: ¿por qué vivo solo?,
¿por qué vivir solo es lo más cool de nuestro tiempo?, ¿por qué practicamos
este fanático culto a la individualidad?, ¿por qué la felicidad se asocia a la
“calidad de vida” que a su vez se asocia a cuánto me gasto al mes en mí mismo?
Para pensarlo en serio: ¿por qué nos empeñarnos con tal terquedad en alargar el
promedio de vida?, ¿por qué y para qué queremos ser tan longevos si sólo
vivimos en un conteo permanente de la existencia? Para pensarlo tan crudo
como es y sin hacer concesiones autocomplacientes: ¿para qué queremos llegar a
viejos si cuando nos convertimos en respetables ancianos, estamos condenados a
ser excluidos por completo de esta sociedad ciegamente adoradora de la
juventud? Que alguien nos ilumine o nos elimine, o nos dé algo. Eutanasia, por
ejemplo. Cuantificamos las calorías ingeridas y las quemadas, los días, las
horas, los kilómetros, los kilos y los gramos ganados o perdidos. Cuantificamos
los amigos en Facebook, las estrellitas en Twitter, los correos electrónicos
sin leer y los leídos, las canciones en la playlist, los contactos en WhatsApp,
la memoria disponible en los gadgets. Los puntos en esta tarjeta y en la otra y
en aquella. Los sellitos de cliente frecuente en esta tienda, en la otra y en
la de más allá. Sellitos infantiloides y ridículos. Puntos premia. Puntos
viaja. Puntos oro. Puntos triples. Puntos recompensa. Pinches putos puntos.
Punto. Soy un amargado, ya lo sé, no les voy a regatear en ello. También sé que
soy un Narciso clasemediero, por eso me ocupo tanto de mí mismo. Es más, para
ser justo: ocuparme de mí mismo es a lo único que me dedico. Estoy del carajo pero
algo me dice que no voy solo en esto. Dedicarse a sí mismo parece ser la
especialización del siglo. Y contar, insisto. Somos nuestros números. Soy mis
números. Tres son los empleos que he tenido. Dos mis créditos con el banco. Y
uno es el cansancio permanente, incesante, vitalicio. No, corrijo: uno sólo es
un pendejo.