Anoche, harto de estar rodeado de gente y con el pretexto de salir
a comprar cigarros, abandoné una reunión etílica y terminé reposando la
borrachera en una banqueta. No es que fuera la primera vez que lo hago, pero sí
la primera después de mucho tiempo en que recuerdo haberme sentado a pensar
tanto en tan poco tiempo (o al menos eso creo).
Sentado cómodamente en la banqueta, entre el alcohol y la
aburrición, me llegó el síndrome de extrañar gente. Y es que a últimas fechas
he terminado distanciado (por pleitos o de la nada) de casi todas las (muy
pocas) personas que significan algo para mí o que nomás me caen bien. O caían.
¿Las razones? Terminan aburriéndome o yo termino buscando cualquier mínimo
pretexto para salir con rumbo a la chingada. Esa sería la respuesta simple,
aunque la real sigue siendo un problema: no sé conservar a las personas. Cuando
intento conservar algo, termino exprimiéndolo para después tirarlo a la basura:
he pasado desde el dejar de hablar de la nada con alguien hasta el tener que
escuchar todo un manifiesto de insultos y defectos acerca de mi persona.
"Qué más da, luego llegan otras", me digo. Y llegan, pero la cosa es
que cada vez me parecen más aburridas comparadas con las anteriores. Bonita
broma de malgusto esa de tener buena memoria.
El punto es que no me gusta extrañar personas, lo considero una
cosa muy estúpida. Sin embargo, aquí viene la contradicción, pienso que la
mejor manera para olvidar algo es teniendo su recuerdo cerca hasta que el
tiempo lo desgaste y por fin te aburra. Debemos abrazar los recuerdos más que
patearlos intentando ver si se alejan, dejar que se harten solos. Aunque aquí
llega otro conflicto: creo que hay recuerdos tan geniales que se convierten en
cicatrices más que en una simple mancha en el cerebro, y todo vale verga.
Supongo que nos aferramos a ciertos recuerdos porque es la mejor
manera de convertir un hecho real en algo digno de vivir en nuestra
imaginación. Y hay ocasiones en que lo único real es aquello que se imagina. Al
menos en mi caso.
Tras un buen rato de estar pensando pendejadas, se me acercó un
perro de la calle y me miraba como esperando que lo corriera a la chingada. No
lo hice, decidí no darle importancia y terminó sentándose a unos cuantos pasos
de distancia. Esperaba paciente, como si supiera que en algún momento yo
terminaría por hacerle plática y
pedirle que se acercara. Sin que yo dijera nada, terminó acercándose más y los
dos quedamos sentados en silencio uno al lado de otro. Supuse que el perro
solitario sabía identificar a los que están en su misma situación. Estuvimos
así bastante tiempo (tiempo de borracho, tal vez sólo fueron un par de
minutos).
Al final, aburrido de mi patética nostalgia de borracho, abandoné
la cómoda compañía y me fui como siempre: sin decir nada.
Ahora sólo espero que ese perro no pierda la esperanza de algún
día ser adoptado sin que quien lo haga espere nada de él.
O quién sabe, sigo borracho.