Ese día preparaste
pancakes. No había miel, pero no me importó. Desayunamos juntos y me contaste
que tenías poco trabajo, que podíamos salir más temprano e ir al cine a ver la
última película de Gael García Bernal. Te gustaba complacerme. Yo sonreí.
El agua estaba helada
porque se nos olvidó pagar la cuenta del gas. Nos bañamos a gritos y corrimos
desnudos por el pasillo en busca de toallas limpias. Siempre fuimos un desastre
juntos.
Llegamos tarde al trabajo
como de costumbre, pero como de costumbre, nadie se dio cuenta. “No te amo”,
decía tu segundo correo. “Yo también te odio”, respondí.
¿Almorzamos juntos?
Te encontré al otro lado
del edificio. Fumabas un cigarrillo y estabas ordinariamente guapa. La pizza
estuvo deliciosa y la cerveza, refrescante. Te dije que podíamos alcanzar a la
función de las siete mientras pagaba la cuenta.
Esa tarde recibí una
excelente noticia por teléfono. Decidí dártela después de la película.
García Bernal estuvo
impecable y tú disimulaste tus celos de adolescente sólo porque esta vez
también te gustó la película. Nos detuvimos en la tienda de la esquina. “Mañana
desayunaremos donuts”, dijiste, y yo te besé.
Intento recordar la
excelente noticia que tenía que darte pero es inútil. A veces pienso en los
pancakes y en la ducha fría y en los correos y en la pizza y en el cine y en
los donuts y no sé por qué me resulta estúpidamente perfecto. Es un recuerdo
que me gusta inventar o quizás sólo lo robé y ese día sí ocurrió, pero no
conmigo.
Nunca fuimos un desastre
juntos.