Es
común escuchar que esta ciudad tiene seis, siete, ocho siglos. Lo cierto es que
ya desde el xi existen pobladores
toltecas en el islote de Tlacocomolco, que actualmente es el Centro Histórico.
¿Qué ventajas le verían a establecerse en una cuenca hidrográfica elevadísima y
sísmica? Están los que hablan de las conveniencias del Valle de Anáhuac para la
caza, o de su privilegiada situación geopolítica –no extraña que a dos mil y
pico de metros de altura los aztecas consideraran su ciudad imperial
Tenochtitlan el centro del mundo, y lo era por lo menos del Altiplano. Hay una
cuestión aún más difícil de entender, y cuya respuesta podría encontrarse en
las siguientes páginas: ¿por qué tanta gente nos empeñamos en seguir aquí
después de terremotos, inundaciones y complicaciones propias de las grandes
ciudades? Se necesita ser obstinado o muy romántico para habitar en esta nucleo
urbano que según Carlos Monsiváis "es un
comedero, es un bebedero, es la coreografía del subempleo alrededor de los
semáforos, es un teatro de escenarios ubicuos, es el frotarse de cuerpos en el
Metro, es el depósito histórico de olores y sinsabores, es una primera comunión
meses antes de la boda, es el anhelo de un cuarto propio, es la familia
encandilada ante la televisión, es el santiguarse de los taxistas al paso de
los templos, es la incursión jubilosa y amedrentada en la vida nocturna, es un
paseo por los museos voluntarios e involuntarios, es el ir al cine como si se
fuera a un videoclub sin variedad de títulos, es la cacería de la tipicidad que
sobrevive".