Hablo poco, creo que
demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social. No es que tenga
dificultades para expresarme, o tengo las dificultades normales que tiene todo
el mundo para expresar algo difícil de poner en palabras, e inclusive diría que
tengo menos, porque mi largo trato con la literatura ha terminado por darme una
capacidad superior al promedio para utilizar el lenguaje. Pero no tengo el don
del small talk, y es inútil que trate de aprenderlo o cultivarlo porque lo
hago sin convicción. Mi estilo de conversación es espasmódico (alguien lo
calificó una vez de “ahuecante”). A cada frase se abren vacíos, que exigen un
recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, “hablo cuando
tengo algo que decir”. Supongo que mi problema, cuyas raíces bien podrían estar
en ese largo trato con la literatura, está en que le doy demasiada importancia
al tema. Conmigo nunca se trata sólo de “hablar” sino “de qué hablar”. Y el
esfuerzo de evaluar los temas mata la espontaneidad del diálogo. Dicho de otro
modo: siempre tiene que “valer la pena” decir algo, y así no vale la pena
seguir hablando. Envidio a la gente que puede iniciar una conversación con
gusto y energía, y puede sostenerla. Los envidio porque ahí veo un contacto
humano lleno de promesas, una realidad viviente de la que yo, mudo y solo, me
siento excluido. Me pregunto “¿pero de qué hablan?”, y a todas luces ésa es la
pregunta equivocada. La agria incomodidad de mi trato con el prójimo proviene
de esta falla. Si miro atrás, puedo adjudicarle a ella gran parte de las
oportunidades perdidas, y casi todas las melancolías de la soledad. A medida
que avanzo en años, más me convenzo de que es una mutilación, que no compensan
mis éxitos profesionales ni mucho menos mi “riqueza interior”.