viernes, 25 de mayo de 2018

Los egos


Me acabo de enterar que hay "subdirectores" que no quieren ponerse a mis órdenes pues porque yo vengo de peldaños más abajo de ellos, y pues si ahora estoy arriba se debe principalmente a que ellos no saben tomar decisiones o no les importa que las cosas salgan bien.

Maldito ego burocrático.

viernes, 11 de mayo de 2018

Cansado


En los últimos días he tenido mucho trabajo, visitas al médico, peleas con mujeres, deudas económicas y presiones sociales. Quiero llorar.

lunes, 7 de mayo de 2018

Qué parió



La memoria

Hubiera jurado que las paredes de la escuela donde estudié la primaria eran rojas, rojísimas y enormes. Pero no.
Durante más de veinticinco años he recreado en mi memoria, esa gran mentirosa, escenas de mi infancia en un edificio que —acabo de constatar— yo inventé.
Dice la neurociencia que la memoria es, sobre todo, creatividad, un gran ejercicio imaginativo que se desfasa con los eventos ocurridos. Que para recordar, el cerebro primero sigue un proceso en el que fija proteínas y asienta emociones y luego devuelve algo que asumimos como recuerdo fiel pero que en realidad es una interpretación del hecho que pretendemos recordar mezclado con las emociones. Madre mía.
Con el terror que le tengo yo a la falta de control, a enloquecer, con lo que me perturba desconfiar de mis certezas.
Siempre me he jactado de tener buena memoria.
Ya saben: recuerdo con precisión fechas, lugares, números importantes, nombres, puedo reproducir conversaciones como si las hubiera grabado en una cinta; me gusta impresionar con mis recitaciones de merolico lo que memoricé porque de pequeña eso me ganó aplausos, chocolates y la aprobación de aquellos a quienes me moría por agradar: mi madre y mis maestros. Ahora miro con ternura y un gramo de insoportable auto compasión a esa niña insegura que sólo quería que la quisieran. Que suenen los violines, cómo no.
Pero empiezo a sospechar de mí y a aceptar, inexorablemente, que mi “creativa” memoria es una cabrona mentirosa que además asegura con cara de póker que lo que me dice es cierto. Cínica y falsaria, como decía mi abuela.
Hace poco visité la escuela donde pasé siete años de mi vida, me quedé de una pieza cuando me di cuenta de que la confundía con otra escuela en la que estuve después, las fundí, a una le puse la arquitectura y a otra los colores y resultó que no, que nada era como yo lo recordaba.
Ayer platicaba con mi hermano —cinco años mayor, de un evento familiar importante y casi nos presentamos ante Notario Público para certificar nuestras respectivas versiones de los hechos, él lo recordaba todo de un modo y yo de otro; luego nos dio un ataque de risa y yo reconocí que elegí el oficio de escribir, qué remedio, porque soy una mentirosa.
¿Qué es la memoria? ¿cuánto sabemos del cerebro, ese inquilino escalofriante que nos tiene en su poder?
Es el cerebro quien comanda nuestros amores, odios, recuerdos, decisiones, impulsos de sobrevivencia, niveles de glucosa y hasta el antojo vespertino de un trago… absolutamente todo.
Y del cerebro, ay, sabemos muy poco.
Pienso en la memoria histórica y más que nunca me hace sentido la mentira histórica.
Sobre la mentira personal alojada en eso que llamamos memoria, siento un breve temblor y me digo que mejor no esforzarse por controlarla, que si la pared era amarilla ­­—amarilla, por el amor de dios— y a mi cerebro le pareció que le iba mejor el rojo, pues ya está. Sería por algo.
Quizá lo único que queda por hacer es liberar a la memoria para que cuente mentiras espléndidas, bien narradas, con detalles divertidos, escalofriantes y conmovedores; porque la verdad, ese ente inasible, a veces es un callejón húmedo, árido y jodido al que no viene mal convertir en una verde pradera que nos permita respirar la fantasía de un día soleado.
¿Y es que cómo culparnos por el deseo de vivir en un día soleado?

viernes, 4 de mayo de 2018

Enfermedades


Siempre he tenido miedo de tener una vejez de mala calidad y aunque no llego a esa etapa de la vida, si empiezo a tener síntomas de alerta en mi salud. Hoy por ejemplo tengo una pequeña intervención quirúrgica. Espero de aquí en adelante todo salga bien.

martes, 1 de mayo de 2018

Mala suerte


Florecer

Solíamos besarnos hasta rodar en la alfombra de tu departamento con olor a nada, ni siquiera a estropajo, cloro, albóndigas, vinagre, frijoles o atún enlatado. Quizá reminiscencias de algo lúgubre. Era raro porque todos los lugares huelen, salvo el tuyo. Y eras tú que habías tallado, con un estropajo mil veces sumergido en agua hervida, los espacios más recónditos porque, decías, no había esquina que no oliera a ella. Buscabas olvido, mi amor, con tanto esmero.
No teníamos rituales, solo formas de decirnos cosas. Nos poníamos frente a frente, como a punto de cualquier malabar: guardar en silencio hasta que uno jalara al otro para terminar rodando en la alfombra inodora, o podía ser quedarnos ahí sentadas, adivinándonos los recovecos del cuerpo.
Mientras la pasamos juntas, no hicimos cosas que estuvieran en contra de nuestros principios: no íbamos al Burger King ni escuchábamos reguetón y estaba prohibido andar vestidas en casa. Comíamos quesos, uvas –nunca faltaron las uvas–, nueces, arándanos deshidratados. Éramos una anomalía en el planeta de los amantes que juran no quererse.
Y, sin embargo, me contabas del hombre que aún amabas. Lo describías con tanta ternura que una vez quise ser él. Temerosa me preguntabas: ¿Crees que estoy loca, obsesionada? Y yo te contestaba la verdad: que no. Porque yo sentía lo mismo por otra mujer que tampoco eras tú. Nos tratábamos con cuidado porque aunque no estábamos ni tristes ni rotos ni alguna otra cosa más grave, aún nos dolía, pero no llorábamos; qué íbamos a llorar si hablábamos de florecer.
Decíamos que la palabra florecer no tendría jamás una connotación negativa. Y la repetías en inglés, en francés, en español. Me gusta en los tres, decías. Y yo te seguía. Cómo no iba a seguirte si hablabas de los secretos del mundo y te deshacías de la ropa como si de verdad fueras libre.
Hablábamos de la respiración de los árboles: es la del universo, decíamos, y al instante nos quedábamos contentos con la respuesta. También charlábamos de los pájaros extravagantes que parecen dormidos aunque anden con los ojos abiertos. Y de tus manos, yo te preguntaba si creías que tus manos eran pequeñas y tú respondías: son viejas.

Nos dejamos ir sin drama o tonterías mayores y aprendimos a mandarnos besos mirando para arriba. Fuimos una anomalía, mi amor, una que florece.