jueves, 30 de junio de 2011

Sobre las elecciones

Explicándole que las intenciones de las personas que habían votado en blanco no eran derribar el sistema y tomar el poder, que por otra parte no sabrían que hacer luego con él, que si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta donde llegaba la desilusión, que podría haber hecho una revolución, pero seguramente moriría mucha gente, y no querían eso, que durante toda su vida, con paciencia, habían depositado sus votos en las urnas y los resultados estaban a la vista…

Ensayo sobre la lucidez
Saramago

lunes, 27 de junio de 2011

QVMT

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Tristeza

En este país en este siglo: tener talento es sinónimo de frustración. Se me acabaron mis ahorros y desde hace poco menos de un mes tuve que regresar a trabajar a un consultorio. Esto no es vida. Todo el día atendiendo muelas, luego regresar a casa, ver los simpsons (cap repetidísimo), quedarme dormido inconscientemente y mañana otra vez al trabajo. El problema es que el empleo le quita a uno cualquier tipo de voluntad. No he escrito ni leído nada en todos estos días. Need the money. La gente está bien triste siendo feliz. Comen rico. Cogen bien y protegidos. Si son jóvenes: se encierran en lugares poco cómodos pero próclives a los encuentros eróticos menos memorables. Si ya están grandes: redundan en su triste situación de “no soñadores”. "Ice has covered up my parents hands, don’t have any dreams don’t have any plans". Hablando de citas: me gusta en Magnolia cuando el moribundo dice que la vida no es corta como todos dicen sino larga, dolorosa y triste.

domingo, 26 de junio de 2011

Indra


Una antigua compañera de universidad donde las cosas no terminaron muy bien, eramos buenos amigos pero nuestra forma de ser nos llevaba por caminos distintos. Mi inseguridad también me llevó a no concretar una relación. Muchas problemas, pocas palabras, es mejor así.

sábado, 25 de junio de 2011

El papá de los helados

Que asco de vida

Hoy, en twitter, alguien ha dicho: "Vivo en un país donde se puede acampar para ver a Justin Bieber pero no para defender tus derechos". Cuánta razón.

Hoy, tengo cuatro granos enormes en la cara, dos de ellos infectados, uno en la espalda, muchísima alergia (lo que me produce hinchazón en los ojos, tos y mocos), una calentura en el labio y dolor de tripa por la regla. Me gradúo en cinco días.

Ayer, en el hospital, fui a mirar la tensión a una paciente, ya que soy estudiante en prácticas. Estaba tapada y le dije que me dejara el brazo. Ella me hizo muecas y me negó con la cabeza muy nerviosa, y como era portuguesa pensé que no me estaba entendiendo. Levanté yo la manta. Tenía los brazos amputados.

La semana pasada, falleció mi abuelo. Mi sobrino de tres años no dejaba de preguntar por él, así que le dijimos que se había ido al cielo. Ahora no se separa de la ventana esperando verle pasar y se enfada cuando está nublado.

viernes, 24 de junio de 2011

Para poner el cuerno

Miren que para todo hay mercado mijos. Ay reyes chulos sexonautas he aquí una empresa que les pone toda la parafernalia para poner el cuerno como profesionales. Que, bueno, en México aún no he sabido de alguna pero no dudo que les demos la idea. Esta empresa está dedicada y comprometida con aquellos que desean ardorosamente poner el cuerno (y el cuerpo) pero viven angustiados porque su pareja los cache. O bien, ya no les quedan mentiras qué aplicar.
tucoartada.com se dedica chulamente (de chulo bonito y chulo pimp) a crear un verdadero montaje para aquellos que por ejemplo quieren irse a dar un encerrón de una noche hasta de una semana, o qué sé yo, meses, con su ‘pareja paralela’ o amante, como gusten llamarle. Ahora les explico lo de la ‘pareja paralela’.

Copy-pasteando los servicio que ofrecen, acá se los pongo

Podemos hacerle llegar una invitación para un congreso o evento, organizarle su viaje, buscarle hotel, pagar su alojamiento, confirmar con documentación su asistencia, brindarle cobertura telefónica.
Llamadas telefónicas.
Hotel virtual.
También nos encargamos en su nombre de la compra y entrega de regalos para sus compromisos.
Nuestros servicios son personalizados, por favor consúltenos cualquier cosa que pueda necesitar para organizar su propia coartada personal.

O sea, tú le dices a tu marido, novio, señora (orientaciones aparte) que tienes un viaje de trabajo en CasadelDiablo y ellos te hacen llegar la invitación, hacen llamadas, mails, te dan boletos de avión fake y hasta contestan el teléfono por si tu amorcito te llama al supuesto hotel y le dicen ‘El licenciado ahora está en la conferencia pero déjeme su recado’. En fin, la historia que se les ocurra: que fuiste a visitar a tu tía Cuca que estaba muy mala en tu pueblo natal, ah, pues ellos fungen como la tía Cuca, el doctor y hasta el tío Cuco.

Y bueno, en el sitio este, ponene unas imágenes de romanticismo y cachondería que antojan. Ya veo al Señor imaginánadose ante esa foto con grandísima sonrisa, que es él quien abraza desnudo a su compinche sexual en una alberca (y preparando la American Express para hacerse realidad la fantasía, chequen la foto en el sitio. Me da cosita copiarla). Podrán notar que la cosa va a lo seguro. En fin, habrá que ver la demanda en España. Yo honestamente -y miren que en mis años mozos fui bastante infiel- siento tremenda pereza de andar escondiéndome por los rincones. Creo que cuando alguien más me anda haciendo tilín el ombligo, es momento de entender que ya no estoy en el lugar correcto.

No obstante, esa soy Yo, y cada ser humano es un universo en sí mismo. La infidelidad como bien hemos dicho en este blog y los podcasts más que ser un asunto de prejuicio y juicio de valor, definitivamente es un proceso personal y puede ser creativo, paliativo o destructivo. En mi experiencia, la mía, reitero siempre hay tres engañados: el que se engaña a sí mismo, a su pareja y quien se presta a ello. No podemos descalificarla, porque también hay casos -quizás los menos- en esta sociedad que nos ha enseñado que sólo debemos estar con una persona y solo una a la vez- que no sólo tuvieron un enriquecedor aprendizaje sino que los llevó a una mejor vida. Pero muchos no sienten que eso les funcione. Para mí es un regalo de paz mental. Uno a la vez, gracias.

Hace un par de meses tuve la oportunidad de entrevistas a dos autoras de un libro sobre Infieles, desde un enfoque muy interesante (perdón, no recuerdo los nombres, se los debo y reposteo esto. A esta hora ya no me pidan milagros mentales). Bueno, la cosa es que ellas describieron a esos infieles como personas en busca de experiencias enriquecedoras en sus vidas, que tenían todo cuidado en que su pareja no se enterara de lo que ellas llamaron ‘su pareja paralela’. Muy interesante su punto de vista, y muy debatible. Porque quizás la mayoría no podría comprender ese ‘proceso creativo’ de su pareja, por el contrario se sentirían heridos, madreados, traicionados. E imposibilitados a comprender que ese ‘proceso creativo’ de su pareja le era muy necesario; y que incluso podía traer beneficios a su relación. Pese a que esos ‘infieles’, sean lo suficientemente cuidadosos para que su mujer, esposo, etc. no se entere, de alguna manera están haciendo algo que no estaba pre negociado. Y eso, es falta de ética de pareja. Si estás en una relación abierta o con un acuerdo de que cada quién puede (con mucho ‘respeto’ y cuidado) tener encuentros sexuales, eróticos o emocionales con otros, pues va. Pero ¿y si no? Válgame la cosa.

Pues así el asunto. Esta empresa de coartadas parece que arma todo el numerazo para que uno pueda vaiajar o tener una tertulia sexual a todas márgaras mientras no hay el menor dejo que pudiera generar duda de dónde andabas. ¿Los contratarían? Yo, zafo. Nada más de acordarme de esa sensación, me regresa la angustia. Porque a lo mejor el incauto o incauta niiiiii se las huele pero algo dentro de ti te dice ‘¡Puerc@!’. Y otras veces se mezclaba con una especie de sensación satisfactoria vengativa (por lo que te había hecho y no me había parecido). Y entonces vuelvo a la misma interrogante ¿Qué hace uno ahí ya? Algunos tendrán las suyas ¿Los hijos? ¿Negocio compartido? ¿Miedo a reiniciar una vida? ¿Falta de valor para hablar o para aceptar? ¿Comodidad, interés económico? ¿Cuánto vale la paz mental?

Elsy

jueves, 23 de junio de 2011

domingo, 19 de junio de 2011

Finales

Mi tercer juego con link y posiblemente el que más he disfrutado hasta el momento. The Legend of Zelda: Phantom Hourglass es una experiencia agradable, con grandes retos y una historia nada complicada que te va guiando a un final que gozas de la misma manera que lo hizo cuando inició el juego.

Apartado gráfico impecable, música completa y un sistema de juego en donde no tienes que tocar un solo botón del DS. De hecho así deberían ser todos los juegos del DS, por primera vez juego algo que aprovecha al máximo las bondades de la consola. Buscarlo es una obligación.



sábado, 18 de junio de 2011

KraftWork

KraftWork from seeper on Vimeo.

Que asco de vida

Hoy, bueno, ahora escribo desde el hospital. Mi padre está ingresado porque sufrió un infarto. Mientras follaba. Con la vecina del 5º.

La semana pasada, se escapó mi hamster. Cuando llamé a mi madre a su trabajo para contárselo me dijo: "Pues encuéntralo rápido, no vaya a ser que ponga huevos". HUEVOS.

Ayer, estaba ilusionado porque iba a ir a la manifestación de Sol. Pensaba que nos íbamos a quedar hasta tarde, o incluso toda la noche. Mis amigos hicieron dos fotos a la plaza desde lejos y se fueron, sólo querían "poder decir que habían estado". Asco de amigos.

La semana pasada, iba en el coche y nos pusieron una multa por ir a 5 km/h más que lo permitido. Al retomar nuestro camino, el mismo conductor del coche de la policía que nos multó iba hablando tan tranquilamente por su móvil. Al parar en un semáforo y mirarle raro nos volvió a parar y nos puso otra multa por desacato a la autoridad, todo esto sin dejar de hablar por el móvil.

La semana pasada, quedé con mi novia para hacer el amor en mi casa. Tras acabar, descubrimos que mi hermana pequeña de 5 años estaba debajo de la cama.

viernes, 17 de junio de 2011

La soberbia

Creo que la soberbia es la principal causa de que mucha gente no practique una religión. Al menos ese fue mi caso durante varios años, cuando veía a Di-s como un mesero o un Santa Claus a quien se le pedían cosas. Y como no siempre me las cumplía (¡menos mal!), entonces empecé con las quejas y la fe terminó por debilitarse. Pero Di-s no es un mesero ni una tarjeta de crédito; tampoco un Ctrl + Alt + Supr para la vida. Según mi perspectiva, Di-s es el principio y el final, alguien que se preocupa por lo que sucede en nuestras cotidianidades y que mantiene un plan para el género humano. Y el hecho de que no seamos capaces de entender su existencia no significa que Él no exista o no importe. Por ejemplo, Fortina no comprende cómo ni por qué su plato está lleno de croquetas todas las mañanas. La pobrecilla tiene nociones de que estas provienen de un saco, pero jamás tendrá claro que ese saco estuvo antes en una tienda. Y eso no significa que esa tienda no exista o no importe. Antes también pensaba: "¿Cómo creer en Di-s cuando hay tanto sufrimiento en el mundo?". Otra actitud soberbia. Yo no pienso que Di-s tenga que evitar el dolor (en cambio, el hombre sí puede y debe evitar el sufrimiento, que no es otra cosa sino dolor continuo). ¿Por qué pensar que Di-s actuará como nosotros esperamos que actúe? ¡No somos sus jefes! Pobrecillos, a veces somos Fortinas, sólo que con más luces. Si Fortina las tuviera y hablara, seguro diría que no cree en la existencia de una tienda donde vendan croquetas. Pero como no las tiene se limita a exigirme, como si yo fuera su Santa Claus. Y vaya que lo soy.

JP.

jueves, 16 de junio de 2011

EL PARQUE

POR JOSÉ MIGUEL OVIEDO


Conduciendo mi auto, llego, casi sin darme cuenta, a una antigua y elegante (casi aristocrática) zona de la ciudad por la que no había pasado en varios años. Volver a este lugar es como volver al pasado, a una época lejana y ya perdida. Reduzco la marcha para disfrutarla mejor: aunque ha cambiado algo, su perfil y su atmósfera se mantienen idénticos, como si el tiempo se hubiese detenido, respetándolos. Me distraigo mirando las calles anchas y limpias, con poca gente alrededor, pues al parecer esta gente prefiere la tranquila comodidad de sus casas, donde tienen casi todo lo que necesitan sus confortables vidas. Dando vueltas llego a un hermoso parque cerrado en forma de óvalo que lleva el nombre de un héroe militar del siglo XIX; el parque mismo podría pertenecer a esa época: casonas señoriales de uno o dos pisos, con anchas y pesadas puertas de madera y cerraduras de bronce, pulcros jardines, gráciles arcos a la entrada, espesos muros blancos y ventanales con cristales emplomados. Al centro del parque, un alto surtidor baña una fuente de mármol y su sonido se mezcla con el rumor de árboles que deben ser centenarios. La vista y el sonido me parecen tan relajantes que resuelvo estacionarme un momento frente a una residencia que me gusta más que todas por su jardín de riguroso diseño geométrico. Abro la ventanilla y aspiro el olor balsámico de los eucaliptos. Salvo el viento que mece los árboles y el agua de la fuente, nada se mueve aquí. Oigo el canto de unos pájaros, pero no los veo, aunque trato de espiarlos entre las ramas.

De pronto, la puerta de la casona que he elegido se abre y una joven mujer sale con paso decidido, se detiene casi al borde del porche y me dice en voz alta: “¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Cómo te atreves? ¿Qué quieres ahora?” La sorpresa me aturde y casi no creo lo que está pasando. La figura se acerca un poco más y cruza los brazos en un gesto de impaciencia y desagrado. Entonces, como en un destello o relámpago, la reconozco: es E., a la que no veo hace años. Siento que viajo vertiginosamente hacia el pasado y recobro, con perturbadora claridad, fragmentos que creía irrecuperables. Recuerdo ese rostro amado, de rasgos tan delicados que parecían hechos a pluma sobre un velo de gasa y cuya exacta proporción me producía una sensación de arrebatada felicidad, de algo que no podía perder sin perderme yo mismo; recuerdo el ardiente brillo metálico de sus ojos, su cuerpo flexible y ligerísimo que yo podía manejar con una mano, su olor nocturno, como a hoguera de sándalo. La única diferencia es que ahora lleva el claro pelo castaño más corto, como una orla ceñida a su cara. En medio de mi desconcierto, le sonrío y la saludo pronunciando sólo su nombre para que sepa que soy yo, pues debe haberme tomado por otro. Bajo del auto y me acerco a ella con gesto amistoso. Pero E. permanece rígida, indiferente, y ahora veo que su rostro está congestionado por una mueca de suprema indignación, por un desprecio más allá del odio. Me detengo en seco al darme cuenta de que hablarle no tiene sentido: la furia que la colmaba se ha desbordado en un nuevo oleaje, pues cree que he venido para buscarla o darle explicaciones. Absurdamente, no me voy.

Empiezo a recordar, en una tormentosa sucesión de imágenes, lo que ocurrió años atrás entre ella y yo. Nuestra relación fue tan intensa que me parecía estar siempre al borde de un abismo, luchando contra lo imposible, como si confundiésemos lo imaginario con lo real. Mi único secreto con E. fue no decirle eso, que cada minuto de exaltación con ella me parecía el último antes de una catástrofe, como si su ternura y su pasión fuesen una sutil trampa; es decir, sentía simultáneamente un inmenso placer y una incurable zozobra. Por eso mismo, todo fue un torbellino, algo totalmente insensato, como el llanto o la risa de un niño pequeño. Cuando llegó el temido final, en una tarde lluviosa en la que nos enfrentamos como fieras disputando una presa, fue por una torpeza, mezquindad o error míos, sobre un asunto tan baladí como intolerable. Supe de inmediato que no habría vuelta atrás. que había arruinado todo, de principio a fin y para siempre. Contrito, intenté entonces, inexplicablemente, pedirle perdón y eso no hizo sino empeorar la situación; E. me dijo, con voz helada y candente a la vez, una frase que dejó una indeleble cicatriz en mi mente: “Hasta los miserables saben que hay cosas que no se pueden perdonar.” No volví a verla más, por supuesto, y tuve que tragarme mi vergüenza y mi humillación en silencio.

Ahora que está frente a mí, es como si acabásemos de pelear: sus ojos están enrojecidos por la misma ira, por un rencor sin atenuantes, sin término; la respiración agitada le hace temblar los compactos senos. Verla así me confirma que hay actos que no se olvidan con el tiempo, sino que empeoran cada día, como una fruta podrida. En un intento desesperado e inútil, con la boca seca, logro articular una frase estrangulada: “Te ruego olvides lo que ha ocurrido”, sin saber yo mismo si me refiero al pasado o al presente. Y agrego: “Llegué aquí por casualidad.” Eso no hace sino enfurecerla más porque la disculpa suena horriblemente falsa: ¿qué otro motivo que buscarla habría tenido yo para venir a este parque y detenerme justo ante su casa? ¿Quién puede creer lo contrario? Ella gira el cuerpo y llama a alguien que está adentro: “¡George!” Casi al instante aparece su marido, un hombre de aire ligeramente melancólico y con una constante semisonrisa en la boca, lo que contrasta con el gesto de ella. Le dice, le ordena: “Dile a este tipo que no se atreva a volver por aquí a molestar. Que se largue de inmediato.” El marido, diligentemente, repite casi las mismas palabras sin mayor énfasis mientras yo inicio mi cobarde retirada como un perro apaleado. En el momento en que enciendo el motor me animo a echarle una última mirada a E. y veo que ahora celebra, abrazada al marido, su total victoria. También veo por el espejo retrovisor que un guardia de seguridad está acercándose a la casa.

Arranco y me voy, sintiéndome como si hubiese sido expulsado del paraíso, como si fuese a vomitar. Me detengo unas cuadras más allá porque ya no soy capaz de encontrar el camino de vuelta. Aunque trato de suprimirlo, un pensamiento indigno emerge de un fondo sucio y cruza mi cerebro como una flecha: “Todavía me recuerda.” Cierro los ojos, respiro profundamente y apoyo la nuca en el cabezal de mi asiento. Pero lo que siento es una mullida almohada (reconozco su olor tan familiar), lo que me permite salir de mi sueño parpadeando ante la claridad fulgurante del día. Un libro rueda de las sábanas y veo en la página abierta el amado parque al que jamás podré volver. ~

lunes, 13 de junio de 2011

Sobre la lucha por la paz

“Me queda cada vez más claro que las mexicanas y los mexicanos somos profundamente ignorantes y terriblemente pobres. No tenemos, ni entendemos, la noción más elemental de comunidad: somos ignorantes. Y no somos capaces de ver a los otros como seres humanos: somos pobres [...] Es por eso que en esta plaza no hay 100 millones de personas tomadas de la mano para repudiar la muerte de más de 40,000 de nosotros. ¿Dónde están? […] Todos los que no están aquí es porque hay algo que les importa más que la vida. Así de simple”.

Toda la columna en:
http://www.eluniversal.com.mx/columnas/90106.html

QVMT

Borja ve a su novia de 13 años y después tenemos unas recomendaciones sobre el amor.

Tengo tu número telefónico

Marcar tu número telefónico es una cosa muy sencilla: me basta levantarme de la cama, dirigirme al pasillo de enfrente, acercarme a la mesita de noche y tomar el auricular; respirar, marcar los dígitos de tu número con los ojos cerrados si así lo deseo, esperar dos tonos y decir bueno. Es muy fácil, facilísimo, y no hay defecto físico que impida u obstaculice la correcta ejecución de dicho procedimiento.

El problema es que no tengo nada que decir. Que no tengo nada que contarte. Que mentiría si dijera que realmente quiero saber si estás bien o si estás mal o que me interesa ponerme de acuerdo para salir y volver a empezar.

Tengo tu número telefónico y eso significa una sola cosa: que tengo tu número telefónico y no tengo ninguna intención de marcarte.

Por la ausencia de tus llamadas, supongo que te pasa igual.

domingo, 12 de junio de 2011

Rodolfo

Rodo es una de las personas más extrañas del mundo, es triste y optimista a la vez, es descuidado pero noble. Nunca lo he entendido muy bien pero es un gran amigo. Posiblemente no nos hemos visto en 5 años, pero el contacto sigue en la red y siempre descubro algo nuevo de él.

sábado, 11 de junio de 2011

Anachronisme


Anachronisme
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Que asco de vida

Hoy, y todas las tardes de los sábados, me desconecto del msn para que la gente se crea que estoy en la calle.

Hoy, en clase, había 4 chicos sacándose pelos de sus partes bajas y poniéndolos encima de un mismo folio. Cuando han reunido un buen número se lo han tirado en el pelo a la chica que tenían delante. Estoy en tercero de carrera.

Hoy, después de comer, he ido a lavarme los dientes con el cepillo eléctrico. De repente, mis dientes se tornaban de un color rojizo, y pensando que me estaban sangrando las encías, he parado. Era un bicho. Se había colado por los pelos del cepillo.

Hoy, debatiendo con mi madre sobre Dios, le he dicho que si existiese no habría permitido la catástrofe de Japón. ¿Su respuesta? En Japón pasó lo que tenía que pasar, había muchos Japoneses en muy poco espacio y Dios hizo eso para "despejar" un poco la zona.

Hoy, le he confesado a mi padre que soy gay. Me ha dado una bofetada y empezado a chillarme que me fuera de su casa. Me ha tocado pensar deprisa y decirle que era mentira, que había hecho una apuesta con mi hermano, pero que no le dijera nada o sabría que había hecho trampa. Ha hablado con mi hermano. Mi hermano le ha dicho que no habíamos apostado nada. Estoy con las maletas en casa de mi novio.

viernes, 10 de junio de 2011

Sobre la vida

La gente que 'no va al cine a sufrir' o aquellos que llegan a Mix Up a escuchar el CD de Ricky Martin cuando saben perfectamente a qué suena, me parece que se cierra las puertas del enriquecimiento mental.

jueves, 9 de junio de 2011

Una izquierda descarriada

Ignacio Ramonet


Uno de los hombres más poderosos del mundo (jefe de la mayor institución financiera del planeta) agrede sexualmente a una de las personas más vulnerables del mundo (modesta inmigrante africana). En su desnuda concisión, esta imagen resume, con la fuerza expresiva de una ilustración de prensa, una de las características medulares de nuestra era: la violencia de las desigualdades.

Lo que hace más patético el caso del ex director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y líder del ala derecha del Partido Socialista francés, Dominique Strauss-Kahn es que, de confirmarse, su batacazo constituye además una metáfora del actual descalabro moral de la socialdemocracia. Con el agravante de que revela, a la vez, en Francia, las carencias de un sistema mediático cómplice.

Todo ello indigna sobradamente a muchos electores de izquierda en Europa, cada vez más inducidos –como lo mostraron en España las elecciones municipales y autonómicas del pasado 22 de mayo– a adoptar tres formas de rechazo: el abstencionismo radical, el voto a la derecha populista o la protesta indignada en las plazas.

Naturalmente, el ex jefe del FMI y ex candidato socialista a la elección presidencial francesa de 2012, acusado de agresión sexual y de tentativa de violación por la camarera de un hotel de Nueva York el pasado 14 de mayo, goza de presunción de inocencia hasta que la justicia estadounidense se pronuncie. Pero la actitud mostrada, en Francia, por los líderes socialistas y muchos intelectuales “de izquierda” amigos del acusado, precipitándose ante cámaras y micrófonos, para corear inmediatamente una defensa incondicional de Strauss-Kahn, presentándolo como el dañado principal, evocando “complots” y “maquinaciones”, ha sido realmente bochornosa. Ni una palabra tuvieron de solidaridad o de compasión hacia la presunta víctima. Algunos, como el ex ministro socialista de Cultura Jack Lang, en un reflejo machista, no dudaron en restar gravedad a los presuntos hechos declarando que “después de todo, nadie había muerto” (1). Otros, olvidando el sentido mismo de la palabra justicia, se atrevieron a reclamar privilegios y un tratamiento más favorable para su poderoso amigo pues, según ellos, no se trata de “un acusado como cualquier otro” (2).

Tanta desfachatez ha dado la impresión de que, en el seno de las elites políticas francesas, cualquiera que sea el crimen del que se acuse a uno de sus miembros, el colectivo reacciona con un respaldo coligado que más parece una complicidad mafiosa (3). Retrospectivamente, ahora que resurgen del pasado otras acusaciones contra Strauss-Kahn de acoso sexual (4), mucha gente se pregunta por qué los medios de comunicación ocultaron ese rasgo de la personalidad del ex jefe del FMI (5). Por qué los periodistas, que no ignoraban las quejas de otras víctimas de hostigamiento, jamás realizaron una investigación a fondo sobre el tema. Por qué se mantuvo a los electores en la ignorancia y se les presentó a este dirigente como “la gran esperanza de la izquierda” cuando era obvio que su Talón de Aquiles podía en cualquier momento truncar su ascensión.

Desde hacía años, para conquistar la presidencia, Strauss-Kahn había reclutado brigadas de comunicantes de choque. Una de las misiones de éstos consistía en impedir también que la prensa divulgase el lujosísimo estilo de vida del ex jefe del FMI. Se deseaba evitar cualquier inoportuna comparación con la esforzada vida que llevan millones de ciudadanos modestos arrojados al infierno social en parte por las políticas precisamente de esa institución.
Ahora las máscaras caen. El cinismo y la hipocresía surgen con toda su crudeza. Y aunque el comportamiento personal de un hombre no debe prejuzgar la conducta moral de toda su familia política, es evidente que contribuye a preguntarse sobre la decadencia de la socialdemocracia. Tanto más cuando esto se suma a innumerables casos, en su seno, de corrupción económica, y hasta de degeneración política (¡los ex dictadores Ben Ali, de Túnez, y Hosni Mubarak, de Egipto, eran miembros de la Internacional Socialista!).

La conversión masiva al mercado y a la globalización neoliberal, la renuncia a la defensa de los pobres, del Estado de bienestar y del sector público, la nueva alianza con el capital financiero y la banca, han despojado a la socialdemocracia europea de sus principales señas de identidad. Cada día les resulta más difícil a los ciudadanos distinguir entre una política de derechas y otra “de izquierdas”. Ya que ambas responden a las exigencias de los amos financieros del mundo. ¿Acaso la suprema astucia de éstos no consistió en colocar a un “socialista” a la cabeza del FMI con la misión de imponer a sus amigos “socialistas” de Grecia, Portugal y España los implacables planes de ajuste neoliberal? (6)

De ahí el hastío popular. Y la indignación. El repudio de la falsa alternativa electoral entre los dos principales programas, en realidad gemelos. De ahí las sanas protestas en las plazas: “Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”. El despertar. El fin de la inacción y de la indiferencia. Y esa exigencia central: “El pueblo quiere el fin del sistema”.

(1) Declaraciones al telediario de las 20h en la cadena pública France 2 el 17 de mayo de 2011.
(2) Bernard-Henri Lévy, “Défense de Dominique Strauss-Kahn” (www.bernard-henri-levy.com/defense-de-dominique-strauss-kahn-18909.html), y Robert Badinter, ex ministro socialista de Justicia de Francia, declaraciones a la radio pública France Inter, 17 de mayo de 2011.
(3) Este colectivo ya dió pruebas de su tremenda eficacia mediática cuando consiguió movilizar en 2009 a la opinión pública francesa y a las autoridades en favor del cineasta polaco-francés Roman Polanski, acusado por la justicia estadounidense de haber drogado y sodomizado, en 1977, a una niña de 13 años.
(4) En particular, la formulada por la escritora y periodista Tristane Banon. Léase: “Tristane Banon, DSK et AgoraVox: retour sur une omertà médiatique”, AgoraVox, 18 de mayo de 2011 (www.agoravox.fr/actualites/medias/article/tristane-banon-dsk-et-agoravox-94196)
(5) En el seno mismo del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn ya había sido protagonista, en 2008, de un escándalo por su relación adulterina con una subordinada, la economista húngara Piroska Nagy.
(6) “Su perfil ‘socialista’ le permitió hacer tragar píldoras amargas a muchos Gobiernos de derecha o izquierda, y explicar a los millones de víctimas de las finanzas internacionales que lo único que tenían que hacer era apretarse el cinturón en espera de tiempos mejores”, Pierre Charasse, “No habrá revolución en el FMI”, La Jornada, México, 22 de mayo de 2011.

TRECE ROSAS

POR JUAN PUIG


El 5 de agosto de 1939, acabada la Guerra Civil Española, derrotado por completo el gobierno legítimo de la República Española, Franco hizo fusilar, asistido de secuaces suyos, a trece mujeres inocentes, siete de ellas menores de edad –menores de 21 años. Con ellas fusiló a otros 43 jóvenes, varones. Casi todos pertenecían a la Juventud Socialista Unificada, la JSU, una de las muchas organizaciones en que se atomizó la España republicana. Buscaba el flamante dictador hacer un escarmiento “ejemplar” contra esa institución, por los miembros que todavía tuviera y que aún quisieran mantenerse en actividad clandestina, y también vengarse de ella por la oposición –simbólica– que le hizo a sus ejércitos, con las modestas armas que se allegó la organización, y con su trabajo propagandístico.

Además, hacía poco, un alto funcionario de la policía política del nuevo gobierno “nacional” había sido asesinado en una carretera, en un atentado que nunca se aclaró –y que probablemente provino de sus propios correligionarios, que él mismo (furibundo antimasón) amenazaba. En el hecho murieron además el conductor y una hija del mílite. A las jóvenes de la jsu se las inculpó del suceso. Habían estado presas desde semanas antes, pero los fiscales y los jueces las encontraron culpables y les cargaron, en juicio desde luego que “sumarísimo”, la pena capital. Así se las gastaba la justicia fascista de esa España “victoriosa”.

En el otro bando, los llamados “descontrolados” de los grupos anarquistas y comunistas republicanos habían perpetrado barbaridades comparables, aunque sin la ceremonia del juicio. Atentar contra el Estado de derecho, suspenderlo, da lugar a eso y más.

Desde luego que no todos los comunistas y anarquistas habían actuado así, ni muchísimo menos.

Una noche, poco antes de amanecer, pero aún a oscuras, las reclusas de la prisión de Ventas se despertaron con los pasos de las carceleras, las “gobernantas”. Venían con linternas –en la devastada Madrid no se disponía de muchas horas de electricidad cada día, ni en todos los barrios. Las levantaron de las esteras o petates en que las tenían echadas, les dieron apenas el tiempo de ponerse los pobres vestidos y las fueron sacando al patio, donde ya se podían distinguir malamente entre ellas. Todas llevaban mucho miedo. Y allí les fueron diciendo:

–Tú, apártate a esa pared, que pronto vienen por ti, para llevarte. Hoy te toca... Y tú también. Sin lloriqueos... Y tú. Y tú lo mismo. Y ésas dos.

Era una de las llamadas “sacas”, en que sacaban a fusilar a los reos de muerte. Y como sabían que tenían echada la pena capital, las jovencitas se abrazaban rápido para despedirse de sus compañeras y se iban formando. No les habían dicho el día en que habían de ejecutarlas. Era ése.

–Adiós, Doloritas. Haz que tus padres arreglen pronto tu asunto, o te matarán como a mí.

Las llevaron a la capilla de la prisión. Les dieron una hoja de papel y un lápiz. Podían escribir doce renglones de despedida para su familia, si querían. Y rezar. Rezaron. Y escribieron. Una de ellas, de diecinueve años, Julia Conesa, cobradora del tranvía, redactó este adiós a los suyos:



Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis nadie. Salgo sin llorar. Me matan inocente, pero muero como debe morir una inocente. Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija, que ya jamás te podrá besar ni abrazar.

Que mi nombre no se borre en la historia.



Las devolvieron junto a la entrada general. Había amanecido.

Las demás, casi todas, aún las esperaban algo aparte en ese patio, con un hondo espanto. Con una lástima inmensa.

No acababan de formarse junto al portón cuando se oyeron motores. Entraron guardias armados y las presas que habían de vivir las vieron desaparecer por la alta rendija. Afuera había un camión de campaña, grande, de techo de lona, donde las metieron, y otro detrás con gente armada. Las llevaban al Cementerio del Este o de la Almudena. Antes de echar a andar, una de ellas, desde el camión, arrancó sola con el Himno de la Juventud Socialista. Las demás se le unieron luego. No las hicieron callar.

Se las llevaron. Tenían la esperanza de encontrarse, aunque fuera para morir, con sus hermanos, con sus novios.

Junto a uno de los muros del cementerio, no muy largo, las hicieron bajar. Había otros camiones más allá. Y sí: había muchos otros reos, 43, pero todos muertos, fusilados, tendidos en el piso, ensangrentados del cuerpo y las cabezas. Y muchos más guardias armados.

A las trece muchachas, incluso las siete menores de edad, las formaron ante ese muro no muy largo, entre los muertos –tal vez en tres grupos de cuatro, quizá mientras las otras esperaban y miraban.

Y las mataron también. Y les dieron el tiro de gracia –no morirían todas con la primera descarga múltiple, de cinco, de siete fusiles.

A todas, a todos, los enterraron en zanjas y fosas colectivas. En la Almudena. Allí están, indiferenciados, irreconocibles. Hermanados.

Los padres y hermanos, cuando más adelante, esa mañana, fueron a la prisión para preguntar por ellas, por cada una de las trece, para llevarle alguna colación, alguna ropa, los preciados jaboncitos, fueron informados, así como se oye, de “que ya se pueden llevar eso, ya no lo necesita, ya no está aquí”. Ante la angustiada pregunta que por fuerza había de seguir a esa cruel revelación (a esa burla, a esa venganza adicional por haber criado a “una hija así”), les espetaba el guardia o la gobernanta que a su hija, a su hermana la habían fusilado esa madrugada. Y si la hermana o la madre, desolada, enloquecida, se ponía a negar, a llorar a gritos, a maldecir, la amenazaban con que “largo de aquí, que la próxima puede ser usted”.

No se les permitió saber dónde había quedado ninguna.

Esto lo han contado los que lo vieron y oyeron, los que lo vivieron. Los que lo sufrieron.

El suceso trascendió a la prensa extranjera. En París, en Londres, en Nueva York se ventiló que Franco hacía fusilar a mujeres menores de edad tras juicios sumarios. Para obsequiar sus conveniencias, para abonar su larga, larguísima sobrevivencia antidemocrática, el régimen se abstuvo de fusilar a menores de edad otra vez. Pero siguió fusilando a españoles republicanos, acabadísima la guerra: cientos y miles, hasta la década de 1950.

El dictador tomó la costumbre de avalar con su firma todas las condenas de muerte. Lo hacía después de comer. Mientras tomaba el café en su despacho, iba leyendo los expedientes y el acta final. Firmó miles de veces. Se bebió miles de tacitas de café. De ésas.

Las trece jóvenes mujeres se conocieron pronto como las Trece Rosas.

Después cayeron en el olvido.

Hace poco, el Ayuntamiento de Madrid puso ese nombre, “de las Trece Rosas” –pero sin especificar los trece nombres en la placa conmemorativa, como si costara tanto–, a la calle en que todavía se alza el muro donde las fusiló el dictador, con la asistencia de sus secuaces –los que seleccionaron a las víctimas inocentes, y los fiscales, los jueces, los supuestos defensores, las carceleras, los guardias armados que se las llevaron, los que les dispararon, los que les dieron tierra sin tomar nota –para esconder sus cadáveres–, los que ocultaron el hecho allí y en los expedientes y en su conciencia, los que elogiaron al dictador y su sistema entonces, los que lo avalaron diplomáticamente y en lo eclesiástico... y los que lo elogian todavía ahora y quieren exaltar su memoria.

Muchas otras placas luctuosas, es cierto, se podrían develar con los nombres de las víctimas inocentes de la barbarie de los “descontrolados” del bando republicano. Es verdad. Muchas.

Pero los que echaron abajo el Estado de derecho fueron los alzados, los traidores. El gobierno legítimo de la República Española era eso: legítimo. Merecía todo el respeto, todo el apoyo, más que de nadie del ejército, cuya misión era sostenerlo. Era una institución con los mecanismos para sortear los vaivenes que la amenazaban. Los militares habían jurado mantenerla, defenderla. Cada año lo juraron, incluso en 1936, en que gran cantidad de ellos –salvo unos pocos– se pronunciaron contra su propia “palabra de honor”.

Las Trece Rosas han merecido ahora, 67 años después de su martirio, que se las recuerde. Con un documental de la directora asturiana Verónica Gil (Que mi nombre no se borre de la historia), con un libro del periodista Carlos Fonseca (Trece Rosas Rojas, Madrid, Temas de Hoy, 2005), con un artículo de Lola Huete Machado en El País (“La corta vida de trece rosas”, 11-XII-05), con una novela de Jesús Ferrero (Las trece rosas, Siruela, 2003).

Sus nombres:

Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brissac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Laffite, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García y Luisa Rodríguez de la Fuente. ~

lunes, 6 de junio de 2011

Odio tanto que

Ayer vino a mi lugar mi amiguita Molly a decirme que entre ella y sus cuatitos de trabajo hicieron cálculos de cuánto me gasto en taxis al mes. el resultado: 6,000 pesos. Luego me dijo que no mamara y contratara un chofer. La neta es que odio los autos, me caga el pinche tráfico y creo que a todo mundo le parece bien sencillo comprarse un auto y sumarse a la gigantesca alfombra motriz que tanto nos desespera en las mañanas. Not exactly my cup o’tea, darling.

Una de las cosas más cagantes relacionadas con autos son los valet parking. Neta que son una especie que merece la extinción. Son pendejitos de 40 años que no han hecho nada de sus vidas y nunca harán nada. les vale verga el vehículo y el dueño. ¿Por qué putas la gente paga para que un macaco se meta en su Chevy y lo vaya a dejar a cuatro cuadras donde, probablemente, le roben las cosas? Ah, claro… Ellos no se hacen responsables.

El Valet Parking es una mamada, y se echa un tiro con los cabrones que ponen sus pinchurrientos huacales en la calle y se ponen todos como gallinas descabezadas si alguien les dice que el pavimento no es de su propiedad. Ese es uno de tantos males que son generados por la venta/compra indiscriminada de autos.

Un auto me hace sentir que le estoy dando de comer a gente que me parece innecesaria: el mecánico que más bien ayuda a deteriorar el coche, los cabrones de la verificación, los viene-viene (que en la mamada esa de Chilango les parecen una lindura folclórica del DF), los seguros, bla, bla, bla… Fuck them. Ya quiero que llegue el día en el que el tránsito sea un virus que haya que erradicar. Seguro pasará.

QVMT

Hoy mejor coloqué de Descarga completa. Borja siempre es Borja.




domingo, 5 de junio de 2011

Jaqueline


Tiene años que no se nada de Jaquelin, espero se encuentre bien. Lo último que llegué a saber de ella es de un ataque que sufrió mientras viajaba en Oaxaca en una caravana apoyando a la APPO. Gran amiga en la universidad, sus padres eran los de una banda de ska muy famosa en esa época lo que generaba tener muy buenas fiestas.

sábado, 4 de junio de 2011

Pixels


PIXELS by PATRICK JEAN.
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Que asco de vida

Hace unos años, me vine a vivir a Suecia por una oferta de trabajo. Hoy tengo 24, han pasado 2 años desde que llegué y no tengo amigos, no me he liado con nadie y la semana pasada celebré mi cumpleaños con una lasaña de microondas mientras veía capítulos viejos de Futurama.

Hace tiempo, después de una fiesta en la playa con mis amigos, la chica que me gustaba me preguntó si podía acompañarla a casa. Accedí, y al rato de caminar, me dijo que estaba muy cachonda y que quería hacerlo en la playa. Buscamos un lugar apartado y cuando me lancé a besarla me dijo que estaba muy cansada, me dio un beso en la mejilla y se fue. Gracias, CALIENTAPOLLAS.

Hoy, mi ex-novio se casa con la chica con la que me puso los cuernos dos días antes de nuestra boda.

Hoy, se me ha acercado un chico, con un cartelito diciendo que era sordomudo y me pedía una donación para una ONG. Yo como tengo un tío sordomudo, sé hablar en idioma de signos. Cuando me he presentado con signos, se ha marchado.

Hoy, y desde hace varios meses, me encuentro con la chica de la que estoy locamente enamorado en el metro cuando ambos vamos a trabajar. Me despidieron hace mes y medio y sigo yendo para encontrarme con ella.

La semana pasada, mi padre decidió darme la típica charla sobre sexo. La conversación se fue de las manos y terminó hablando de lo buena que es mi madre en la cama.

Hoy, y desde siempre, mi padre lleva barba. Esta mañana me ha pedido mi maquinilla de afeitar "para sorprender a mi madre". Me la acaba de devolver. Lleva la barba igual que esta mañana.

viernes, 3 de junio de 2011

Mexicanidad sexual

Mexicanidad sexual como un mapa de quienes somos. ¿Con qué o con quiénes nos identificamos los mexicanos? Podríamos llenar anales con esa respuesta de acuerdo a las diversas perspectivas. Bien dijo Álvaro Vargas Llosa en El Manual Del Perfecto Idiota Latinoamericano, ‘[…] no nos hemos puesto de acuerdo en quienes somos pero tampoco en quienes queremos ser’. Otros más alentadores rescatan nuestras riquezas: el folclor, los colores y la alegría, una creatividad e inventivas peculiares cuyo génesis obvio ha sido la necesidad. Puntualmente la necesidad de crear bajo el concepto de mexicanidad- una identidad distinta a la hispanidad. Complejo decidir qué es ser mexicano.

Mucho hay en la construcción de la sexualidad de un pueblo para descifrarlo. Justamente el mexicano sexual, su mapa erótico e identidad nos revelan nuestros aciertos y tumbos como nación. Sobre todo, porque hay muchos Méxicos.

La identidad nacional se edifica sobre los hechos, se crean identidades colectivas sobre la historia sexual. No es ningún secreto que la nuestra surgió de un mestizaje doloroso. Bajo la visión del vencido que tanto exploró León Portilla; donde no sólo la virilidad del conquistado fue aplastada porque fracasó como guerrero, vio en muchas de sus mujeres sembrarse el esperma de los conquistadores a través de la violación.

La ira provocada por ese traumatismo en que el sometimiento surge como un recurso ante el exterminio quedó tan plasmada -tanto en nuestras células y códigos como en herencias culturales- que la identidad sexual (no la identidad de género) del mexicano nació lastimada.

La sexualidad sagrada prehispánica desapareció, la magia creadora de la diosa y su fertilidad. Y el placer como parte del viaje de la unión cosmogónica de ambas semillas. El mismo escudo nacional es una escenificación sexual prehispánica. El fenómeno quetzalcóatl –un ser de ambos géneros: la serpiente (el hombre), es elevado a través del águila (el útero o la nave) y es llevado al lugar donde la materia se une con el espíritu a través del éxtasis o la alquimia sexual; la unión del cielo y la tierra. Todo muere con la evangelización y sus conceptos sexofóbicos. La identidad sexual mexicana surgió sexofóbica.
Es así que nace el ‘macho’: el hombre herido y urgido por demostrar que es capaz también de someter. Incluso de castigar a quienes fueron vejadas y a sus hijos, los escuincles, por el significado que ambos tenían. Porque en el fondo, él, el mexicano también fue violado. Fue vencido, fue a quien ‘se la metieron’, a quien ‘se cogieron’ en sentido metafórico. E inconcientemente se crea el concepto de que aquel que es penetrado vale menos, todo lo femenino, todo receptáculo es digno de rechazo y surgen la misoginia y la homofobia. Pero aún más valioso, aprendimos, que los extranjeros suelen ser más viriles y capaces de penetrarnos y eso se ve hasta en el futbol. Esto, aunado a la minimización de la mujer heredada de los conquistadores, dio como resultado décadas de una feminidad aislada del poder pero sobre todo, de su poder sexual.
Los mexicanos hoy nos debatimos entre siglos de aprendizajes donde la mujer y su vagina sólo eran un hueco donde un pene se masturbaba con el fin de continuar el linaje de una macho a quien se le exigía esta calidad (pero a quien nadie la había enseñado cómo sostenerla), y una tendencia por ambos recuperar el derecho al placer, la libertad sexual y la plenitud (como cada quien la concibe). Nos siguen atacando las reminiscencias del macho herido y la ‘malinche’ objeto sexual, al tiempo que escuchamos diversas instancias a revelarnos contra toda ideología y/o religión que nos exhorte a nulificar nuestros genitales.

Es así que en muchas sociedades (aunque no las más), el hombre –ya no macho- mexicano descubre que ser vulnerable y desposeído de la obligación de mostrarse impenetrable lo hace más seguro. La mexicana se manifiesta restituida en su calidad de ser sexual, no sólo de madre. Y si bien aún no logramos divorciarnos del heterocentrismo, tenemos las primeras piedras de una construcción cultural más incluyente y diversa. Y comenzamos a celebrar las libertades bajo una urgencia de responsabilizarnos de nuestras fantasías, deseos, orgasmos, procreación: la eyaculación de la culpa y la mochería, para dar vida, para parir, el disfrute de todo objeto de deseo. Y nos estamos reconstruyendo, siglos después.

Elsy Reyes

jueves, 2 de junio de 2011

EL MARIDO IMAGINARIO

POR CARLOS FRANZ


“Though lovers be lost love shall not;

And death shall have no dominion”.

Dylan Thomas

Todos los diablos se cruzaron en el camino del periodista Mario Fernández, esa mañana. Los vio –o creyó verlos– cuando dejaba su casa camino de su acostumbrado desayuno tardío, en la terraza del Hotel Nacional. Eran una polvareda, un remolino de luces y cuernos en el mediodía cegador, un redoble de bronces y vientos desapareciendo en la callejuela lateral. Se quedó de piedra, en medio de la calzada, jadeando un poco, temiendo que la borrachera del día anterior se hubiera prolongado en uno de esos amaneceres sin resaca, sin “caña”, con que lo amenazaban bromeando sus amigos. (¿Sería este, por fin, ese amanecer en que, al despertar, la ebriedad seguiría allí para no irse más?) Desde alguna entretela de su cerebro que latía y ardía menos, la memoria le sopló otra respuesta: estaban ya en julio y esos diablos insólitos debían pertenecer a una de las cofradías danzantes que ensayaban para la fiesta religiosa que –como cada año– sobrevenía en el oasis por esas fechas. En cierto modo, los demonios celebraban un año más de su vida en Pampa Hundida. ¿Cuántos ya? No iba a aumentarse la jaqueca intentando contarlos. Lo único cierto, se dijo Mario, era que él había llegado por primera vez a la ciudad hacía demasiado tiempo, a punto de cumplir los veinticinco años, comisionado por un diario tabloide de Santiago para cubrir una de estas festividades. Llegó pensando, como hacen los jóvenes en todo, que venía de paso y no se quedaría. Y acá estaba, un cuarto de siglo después, frotándose el arañazo de esos trajes y máscaras multicolores en las retinas irritadas, trastabillando entre la mañana cegadora y su cincuentena. Mario se palpó el bolsillo del pecho, extrajo los anteojos de sol, y se los caló con un resoplido. La marea de los alcoholes de ayer bajaba y subía en su cabeza, al ritmo de la arteria temporal hinchada por la jaqueca en su sien izquierda.

Mario Fernández era un hombre alto y desgarbado, con el pelo amarillo ceniciento, largo tras las orejas, y una voz gutural de locutor que él agravaba bebiendo y fumando en cadena hasta muy tarde. Era el director y locutor ancla en la radio Mariana fm. Su lengua florida, modulada por el controlador de la emisora, arrancaba suspiros a la audiencia femenina de la ciudad. Y, por si fuera poco, tenía fama de escritor y poeta. Aunque nadie sabía que hubiera publicado nada, había organizado con el apoyo de su radio un exitoso taller literario, que causaba sensación entre las señoras de la sociedad local. Y una soterrada envidia en los maridos: era el solterón, el hombre libre, el que dormía con quien quisiera, o solo. Si bien a veces, tarde en la noche y muy abajo en las botellas, Mario amargaba las mesas de póquer de sus amigos con alguna borrachera sarcástica. Se abstraía, hablaba a solas, declamaba protestas irónicas e incomprensibles dirigidas a un objetor invisible al que denominaba, todavía desde la puerta de su casa donde lo habían dejado apoyado: “mi hablante lírico… Pero no huyan, no teman, muchachos, mi hablante lírico sólo visita a los que no han amado lo suficiente”.

Mario continuó su paseo matutino hacia el terminal de autobuses. Ahí recogería la prensa de Santiago, que llegaba en el bus nocturno, y luego se iría a leerla mientras desayunaba en la terraza del Nacional. Al caminar, iba soslayando esas nociones pesimistas que lo habían asaltado recién, junto con el baile de los diablos. Mario Fernández se consideraba a sí mismo un profesional de las resacas. Lo principal era descender sin daño esos rápidos de la conciencia que se producían al despertar de una borrachera. Había que administrar el timón con tino, sin oponerse nunca a la corriente, pero sin dejarse arrastrar por la deriva, tampoco. Si se hacía con arte, era posible bajar hasta el remanso de un nuevo día evitando los remolinos de esas ideas inoportunas acerca de los años y la juventud perdidos, que lo habían atrapado hacía unos momentos. Lo mejor, en estos casos, era un golpe de remo hacia el pensamiento grato más próximo. Y esta mañana lo tenía a mano.

Intentando no desafiar a su jaqueca, Mario logró conducirse hacia lo que había soñado esa madrugada. Había soñado con Londres, estaba seguro. La trama la había olvidado, mayormente. Siempre ocurría así con los argumentos de sus sueños (y Mario se preguntaba si no sería esa una premonición acerca del escaso valor de un argumento para la propia vida). Al final, lo que le quedaba eran imágenes y sensaciones, vistazos y atmósferas. La emoción de lo soñado, no su relato. Se había visto a sí mismo, acercándose, pedaleando por la orilla del Támesis, recorriendo el Victoria Embankment a la altura de la aguja de Cleopatra. Veía el codo del río virando tras el puente de Waterloo, y al fondo la cúpula de Saint Paul’s, radicada en el horizonte brumoso. Esos datos eran claros. Lo demás era atmósfera: la luz grisácea, sin aristas, unos tulipanes rojos en el parque por donde pasaba pedaleando, los enormes plátanos orientales hinchados de agua, recortados en el carbón de las nubes que navegaban como acorazados sobre su cabeza. En el sueño, él amaba esa luz, y amaba el aire cortante que dilataba sus pulmones, y las palomas que se apartaban de las ruedas de la bicicleta en el último momento: trozos alados de esa luz grisácea, dotadas de un único ojo, colorado y combo, donde al pasar Mario se descubría, retratado y convexo.

La imagen del sueño fluía y se replegaba en su mente, al compás de la resaca, encantándolo y amenazándolo. Había evitado pensar en esos lugares durante muchos años. Hasta cierto punto, fue su fracaso en el húmedo Londres, en esa primera juventud –la tesina incompleta, la pérdida de la beca–, lo que lo había relegado a su domicilio actual en ese oasis, sobre el desierto más seco del mundo.

Mario tomó por la calle Ramos. Al pasar frente al tribunal de Pampa Hundida saludó al juez Larsson, que en ese momento salía a tomarse su café del mediodía calándose el sombrero gris, amparándose del sol vertical. Luego, Mario viró hacia el terminal de autobuses. En todos estos desplazamientos, iba prefiriendo la vereda de la sombra y el centro dichoso del cauce de aquel sueño. Si conseguía dejarse llevar por esa corriente feliz –evitando sus rocas amargas– llegaría a la sobriedad, eventualmente, una media hora después de su desayuno. Sano y a salvo de caerse en el remolino de melancolía que lo había tentado hacía un rato (la diabólica bandita de los años perdidos, que pasaba gesticulando y bailando).

La parte más feliz de aquel sueño, sin embargo, se le escapaba. Había algo que giraba y giraba, invisible pero esencial, como los rayos en el aro de la bicicleta; algo que soportaba la estructura completa de su ensoñación y que, sin embargo, desaparecía tragado por la propia velocidad con que se fugaba el pasado. ¿Qué era? Había hecho mil veces ese camino hacia King’s College, en el Strand, dirigiéndose a la universidad donde cursó un año del doctorado en literatura inglesa que nunca terminó. Lo que en el sueño giraba y desaparecía, confundido con la propia luz gris y dichosa que lo animaba, debía encontrarse en algún sitio de esa imagen. En el sueño lo había sentido con claridad: eran un goce y una paz tan perfectas... Como si el hombre equilibrado en la bicicleta, detenido en la velocidad de las ruedas huecas, inmóvil bajo el cielo de carbón que se movía, alcanzara por fin al tardío heredero que lo soñaba tantos años después, y al pasar le comunicara un secreto. ¿Qué era? ¿Qué había sido? ¿Qué trozo de un amor pretérito y olvidado, del que ya no era capaz, lo alcanzaba en el sueño?

Y de pronto lo recordó, o al menos recordó el sonido de lo que no podía recordar. Eran unos versos los que giraban en las ruedas vacías de su bicicleta, y en su cabeza, mientras pedaleaba por la orilla del río hacia la universidad, cada mañana. Los versos que debía memorizar e interpretar para la tesina que se exigía al cabo del primer año de estudios, y que él nunca completó. Porque, de algún modo, en aquellos años y a aquella edad –había creído él– la poesía debía ser vivida (y bebida y bailada y amada), en lugar de ser estudiada. Eso, si es que uno deseaba ser fiel al sentido profundo de esos versos. Versos que ahora luchaba infructuosamente por recordar. Pero que en aquella época se había sabido tan de memoria, que era su corazón el que los sabía por él. Los había sabido by heart, como se dice en inglés. Tal vez por eso, justamente, era el corazón –y no su cabeza– el que los había recordado en el sueño. Y de allí que sólo el sonido, y no las palabras, hubiera sido preservado.

Mario Fernández recogió sus periódicos en el quiosco, frente al terminal de buses, y luego se encaminó hacia el Hotel Nacional. Caminaba manteniendo su postura acostumbrada: su gastada chaqueta de tweed colgándole de los hombros, y los brazos abiertos sosteniendo el diario por delante. Dejándose guiar por el piloto automático del hábito, Mario cruzó en diagonal la Plaza de la Matriz. Se detuvo un momento bajo la mirada ferruginosa de la estatua del prócer minero, don Liborio Núñez. Y enseguida atravesó la calle hasta el sombreado bar del Nacional donde se sentó a su mesita de costumbre, en la terraza entoldada, junto a la vereda. Efectivamente, los diablos danzantes no habían sido fruto de un delirio: la ciudad se preparaba una vez más para la fiesta anual. Unos obreros municipales de guardapolvo azul, montados en el camión con la escalera telescópica que les prestaban los bomberos, trabajaban colgando guirnaldas en los postes del alumbrado. Esa tarde tendría que cubrir aquellas “noticias”. Mario enarboló su diario, intentado postergar lo más posible la amenaza de esos trabajos.

Sin embargo, no consiguió fijar la atención en el periódico. La arteria hinchada de sus jaquecas, en la sien izquierda, insistía en llevar el ritmo –pero no la letra– de aquellos versos que había oído –pero no recordado– en el sueño ciclístico de esa mañana. La temporal (la arteria del tiempo, jugaba a llamarla él), pulsaba con esos versos que su corazón sabía, pero su cabeza no. ¿Cómo eran? ¿Qué decían?

Una sombra se perfiló detrás de las hojas desplegadas de su periódico. Mario intentó mantener a raya a quien fuera, levantando aún más esa precaria barricada que los protegía, a él y a su jaqueca, contra la luz demasiado franca del día. Pero el intruso carraspeó, asomándose por un costado del periódico:

–Ah, Mario, ¿qué noticias llegan de la capital?

Era el capitán Andrade, el ingeniero militar a cargo de la pavimentación de la infinita carretera bi-oceánica. Ancho de hombros, curtido, con sus sólidos botines de combate, el quepis verde y las dos pistoleras, una para el teléfono celular, parecía haber aplanado recién otros diez kilómetros de pampa.

–Si quiere leerlo se lo presto más tarde, capitán –le ofreció Mario, intentando volver al periódico.

Pero el otro no se dio por vencido:

–Siempre escucho su programa de las tardes. Me encanta oírlo, cuando estoy trabajando en la carretera. Usted tiene el don de hacerme imaginar otros mundos.

Mario evocó al ingeniero militar a bordo de su motoniveladora, atado por la interminable cinta de asfalto que iba desenrollando sobre el desierto, con la radio encendida, imaginando desvíos hacia “otros mundos”.

–¿Quiere sentarse? –le preguntó por fin, cuando ya era evidente que el ingeniero no se iría.

Andrade se apresuró a tomarle la palabra. Aproximó nerviosamente dos sillas y se sentó en una. Era de esos hombres que necesitan espacio extra para acomodar su timidez. Y antes de hablar se ajustó mejor los anteojos oscuros, de espejos, bajo la visera del quepis:

–Gracias, gracias. Es tan extraño encontrármelo acá. Tan extraño... –le repetía.

Parecía que se estuviera refiriendo a un fantasma. Mario dobló el periódico y lo dejó en la silla contigua. Luego se tomó el pulso en la sien izquierda, con el dedo medio. Sintió la gruesa arteria latiendo bajo la yema, trasmitiéndole, en algún código telegráfico, la letra de esos versos que no conseguía atrapar. La resaca de ese día era una de las malas.

–¿Qué le extraña tanto, Andrade?
–Recién pasé por la casa y mi señora estaba oyendo el programa musical que usted conduce. Y ahora me lo encuentro acá.
–Es un programa grabado.
–Parece tan real –le argumentó el ingeniero.
–Es real, pero no es en vivo. Hay otras cosas así. Toda la literatura, por ejemplo.
–Ah, claro. Yo nunca fui muy bueno para las letras. Fíjese que ni siquiera escribo cartas. Si quiero saber de un amigo, lo llamo –y se llevó la mano al teléfono del cinto. Parecía que fuese a desenfundar primero y matar a alguien en un duelo de velocidad comunicativa.
–A mí me gusta escribir. Se puede pensar dos veces antes de decir una tontería.
–Sí, cierto –le sonrió Andrade, desconcertándose otro poco–. Usted es escritor. ¿Puedo acompañarlo con un trago, Mario? Estoy seco, tengo la boca llena de alquitrán.
El ingeniero sacó y le mostró una larga lengua ennegrecida. Si se hubiera tratado de otra persona –y no del capitán–, Mario Fernández habría pensado que era alguna clase de ironía. Pero, siendo él, Mario le examinó la lengua con cortesía. Andrade era incapaz de indirectas. Lo suyo era abrir surcos en la realidad, de frente. Y hasta tenía el mentón apropiado: cuadrado y hendido, como la pala de un buldózer.
Andrade pidió un pisco sour.
–¿Tan temprano, capitán? ¿No le da miedo que le salga en zig-zag el tramo de esta tarde?
–No trabajaré esta tarde. Estoy celebrando, Mario. Acompáñeme con un brindis.
–¿Ya llegó a la frontera?
–No, es otra cosa. Mucho mejor, mucho mejor. Por fin me ascendieron a Mayor. Y me trasladan.
–Me alegro por usted.
–Y por la Maureen... Sobre todo por ella hay que alegrarse, Mario. Ya no daba más la pobre en este agujero. Cualquier día se me iba a escapar por allí.
Mario le prestó atención, buscando un doble sentido. La rubia musculosa, que hacía demasiadas pesas en el gimnasio del nuevo hotel de lujo, en las afueras, no había esperado el traslado para escaparse “por allí”, mientras su marido pavimentaba sus cinco kilómetros diarios.
Hubo un largo silencio. La sirena de la Compañía de Bomberos ululó en el otro extremo del pueblo, anunciando el mediodía. Mario se estremeció: la diana taladraba la meninge más ardida de su migraña. Cuando terminó de sonar, el ingeniero seguía callado. Cualquiera habría dicho que era un silencio de esos que suponen una cierta intimidad entre quienes lo comparten. Y Mario prefirió romperlo:
–Pero usted no parece muy contento.
–No –reconoció Andrade, con dificultad, reacomodándose en la silla.
Sin saber bien por qué, Mario se puso a pensar en lo difícil que debía ser para el ingeniero maniobrar su motoniveladora, la exagerada amplitud de su arco de viraje, su inflexibilidad ante las curvas y los obstáculos. Se preguntó si debería ayudarlo en esta maniobra, hacerle algunas señas. Pero el ingeniero se le adelantó:
–Usted es un literato, Mario.
–Nunca he publicado nada.
–Pero por ahí se comenta que escribe historias. Y sobre gente de esta ciudad. La Maureen dice que en el taller literario usted les ha leído alguna.
–Calumnias que me levantan.
Andrade pasó por encima de esa finta. Su mente funcionaba como su motoniveladora, apisonaba los obstáculos. Ahora el ingeniero se había adelantado sobre la mesa y movía las gruesas manos, de dedos cortos y cuadrados. Desplazó el salero y la taza de café vacía, hacia los extremos de la cubierta, como despejando un plano inexistente.
–A mí se me ocurrió una historia. Y quería saber... Bueno, me preguntaba si usted podría darme su opinión profesional sobre ella. Podría pagarle, como en una sesión de taller, pero para mí solo.
Mario meneó la cabeza. Volvió a llevarse el dedo al pulso de la sien. ¿Tendría ahora, precisamente en medio de una resaca de las peores, que oírle un cuento al ingeniero, alguna ficción que se le había ocurrido en sus tardes rectilíneas guiando la topadora por la pampa?
–Tal vez, si me la manda a la radio...
–Es que no la tengo escrita. Y es muy corta. Si me da un minuto... Se trata de un ingeniero militar.
Por supuesto, tenía que tratarse de un ingeniero militar.
–Un soldado casado con una mujer hermosa, pero infeliz.
Una alerta difusa llevó a Mario a escrutar al ingeniero. Aunque todo lo que logró ver en el reflejo de los anteojos espejados del otro fue su propia imagen, con el dedo medio masajeándose la sien izquierda.
Y Andrade continuaba con su cuento. Esa mujer era la más hermosa que aquel ingeniero imaginario había conocido en su vida. Una mujer tan hermosa que él siempre se había preguntado por qué ella lo había escogido; por qué se ha-
bía casado con el hombre de su historia. Llevaban casi diez años de matrimonio perfectamente feliz, o por lo menos eso se imaginaba el marido...
–Aunque el marido éste, el de mi cuento, Mario, no es un hombre de imaginación.
Aunque no tuviera imaginación, el marido imaginario había creído que su hermosa mujer era feliz. A no ser porque no habían tenido hijos. No obstante los esfuerzos y la aplicación del marido, que incluso planificaba su vida sexual de modo que coincidiera con los períodos más fértiles de su mujer, no habían podido tener hijos. Pero eso no debía ser, necesariamente, una causa de infelicidad, pensaba el sensato marido de esa historia. Al fin y al cabo, se tenían el uno al otro. Y aunque sus gustos eran muy diferentes, había ciertas cosas en común. Por ejemplo, el marido imaginario pensaba que a su mujer le gustaban tanto como a él los muebles de estilo oriental, con la felpa plastificada, incluidos en la casa que les dio el ejército en el oasis, cuando lo destinaron acá –porque esa historia imaginaria ocurría allí mismo, en Pampa Hundida–. Y también creía que ella amaba la música orquestada de Ray Coniff, esas baladas sin voz, tan placenteras (que sonaban como un órgano ahogándose en una piscina de miel, pensó Mario, pero no se lo dijo). El marido imaginario le regalaba esos discos porque una vez, de novios, habían bailado con esa música hasta el amanecer. Pero en su último cumpleaños la mujer de este hombre sin imaginación había roto en llanto cuando él le entregó el acostumbrado disco compacto de Ray Coniff. Y le gritó que ella odiaba esa música “plástica”. Tan plástica, había dicho la mujer de ese cuento, como el plastificado que cubría la felpa dorada de los sofás chinescos que también odiaba. Y había partido en dos el disco que él –o sea el hombre imaginario, pero sin imaginación, de esa historia– le había regalado.
El capitán Andrade se detuvo, sonriéndole con trabajo. Tenía una hermosa sonrisa varonil, sólo afeada por los alquitranes del camino. Mario le preguntó:
–¿Le ha contado a su señora esta historia?
–No me atrevería. Ella es la escritora, en nuestra casa.
–¿Y allí termina su cuento?
–Falta lo mejor –le respondió Andrade; algo brillaba, quizás, tras los espejos negros de los anteojos–. Ahora el ingeniero de mi cuento recibe la noticia de que lo han ascendido y lo van a trasladar.
Entonces, el marido imaginario se lo comunica a su mujer, pensando que la hará feliz. Tantas veces la oyó quejarse de que se ahogaba en ese agujero calcinado. Pero ella le responde
que no se irá con él. Que la única felicidad que ha conocido está en ese oasis. El marido de esa historia no comprende nada. O comprende todo pero le falta imaginación para abarcarlo, como en el día del cumpleaños, cuando ella rompió el disco compacto. El marido le propone a su mujer, entonces, que no se vayan. Que se queden. Él puede rechazar el traslado, rehusar su ascenso.
–Y lo darían de baja del ejército. ¿En qué trabajaría el marido de su historia? –le objetó Mario.
–En varias cosas. Es un hombre sin imaginación, pero práctico. Seguramente se emplearía en una de las mineras.
–Y esta mujer de su cuento, ¿qué le contesta entonces a su marido?
–La mujer de mi cuento le contesta que si él se queda, en ese caso será ella la que se vaya de la casa. Y le confiesa que tiene un “amigo” en el oasis. Desde hace tiempo. Y que con él ha descubierto todo lo que le falta en la vida. Aunque no está segura, siquiera, de si ese “amigo” está realmente enamorado de ella.
Andrade lo dijo de un tirón. Y luego se quedó sosteniendo su sonrisa sobre el poderoso mentón cuadrado y hendido. El mentón que evocaba inevitablemente la pala de un buldózer y que le temblaba un poco, como si sostener esa sonrisa requiriese una fuerza incluso más vigorosa que su fuerza de voluntad.
–La mujer imaginaria de mi cuento prefiere un amor casi imaginario, antes que vivir con su marido imaginario. ¿Me entiende?
Y de pronto la sonrisa del ingeniero tembló y se desplomó, como un puente mal construido sobre un abismo. Y la visera del quepis se inclinaba sobre el pisco sour.
Mario decidió que era tiempo de encargar la cerveza fría que se prometía siempre, para culminar el descenso de una mala resaca. Ésta no se iría aún. Pero ya era tiempo de pedir un poco de ayuda. El sueño feliz de esa madrugada parecía tan lejano como la nostalgia de algo que nunca ocurrió. En el silencio que sobrevino mientras le traían la cerveza, intentó recordar una vez más, ya sin verdadera esperanza, el poema que giraba en las ruedas huecas de esa remota bicicleta. Pero no pudo. El verso, el poema, el secreto que supo aquel ciclista joven, la ensoñación, todo se retiraba junto con la resaca.
Cuando la cerveza llegó, Mario levantó rápidamente su vaso y le ofreció un brindis al ingeniero:
–Lo felicito, capitán Andrade. Creo que tiene un buen cuento.
–Todavía no termino. El final está abierto. ¿No lo llaman así ustedes, los literatos? La Maureen me ha contado que lo llamaban así en el taller: final abierto. Como sea, una de las posibilidades abiertas es ésta...
Y Andrade palmeó sonoramente la pistolera del revólver de servicio que llevaba al cinto.
–Un final sangriento –constató Mario, alertado por el suave escalofrío que le recorría el espinazo.
–Sí, claro, esa es una posibilidad. El marido lo ha imaginado mucho, con variantes.
En una de esas variantes el marido imaginario del cuento imaginaba que se iba y se pegaba un tiro en el primer motel de carretera que encontraba en su camino. En otra variante de final, el marido fingía que se iba, dejando libre a su mujer en el oasis. Luego, un buen día retornaba de sorpresa y, tal como en las historias vulgares, las de la vida real, la encontraba en cama con su amigo y les pegaba un tiro a cada uno. En otra variante, el marido imaginaba...
Mario decidió que era mejor interrumpirlo:
–Para ser un hombre sin imaginación, el marido de su historia se pone en muchas hipótesis.
Andrade le sonrió sin fuerzas, de nuevo. Aunque se habría dicho que con una pizca de orgullo literario.
–Hay otro final posible, Mario. Sin sangre. No se olvide de que el marido de mi historia es militar, sí, pero del arma de ingenieros. Y que muchas veces pensó que si había escogido esa “arma” fue porque, en el fondo, nunca se sintió capaz
de usar una de verdad… ¿Me sigue?
Así que había otro final posible para el cuento. Esta otra posibilidad era que el marido de la historia fuera a hablarle al amigo de su mujer. No se conocían más que de vista, pero al fin y al cabo –pensaba el marido imaginario– entre ambos había implícita una cierta confianza, algo así como la camaradería que se produce entre dos desconocidos, en un hotel barato, cuando comparten el baño. El marido imaginario escogería el momento, uno equidistante entre su orgullo y su cobardía, y se presentaría frente a su rival. Probablemente, pero esto no lo había decidido del todo, preferiría abordarlo en un lugar público, de modo que la presencia de la ciudad a su alrededor actuara como una aliada tácita. No había que olvidar que él era la parte ofendida, que tenía de su lado a las buenas conciencias y al orden de las familias. (Fue la única ocasión en que Mario advirtió una trizadura de ironía en el relato del ingeniero. Nadie había sido capaz de advertirle al personaje de su cuento lo que hacía su mujer, mientras él trabajaba en aquellas obras públicas indispensables para el progreso de la ciudad). En esta hipótesis, entonces, el marido imaginario se presentaría ante el amigo imaginario y...
–Y entonces le exigirá que deje tranquila a su mujer, supongo –exclamó Mario, exasperado.
Deseaba ya oír el final de esa historia, deseaba volver cuanto antes a lo que quedaba de su ensoñación. Aunque lo que quedaba sólo fuera unos despojos, el eco inescrutable de una línea de aquel poema que supo de corazón, en su juventud.
–No, Mario. En mi cuento, el marido le pide al amigo de su mujer un favor.
Andrade volvió a levantar el mentón en forma de pala, a estirarlo hacia él, al tiempo que se sacaba los anteojos reflectantes. Mario nunca lo había visto sin ellos. Tenía los ojos pequeños y planos, muy negros, como si se le hubiera metido en ellos el asfalto de la carretera que no terminaba nunca de pavimentar. Eso, al menos, lo tenía en común con Maureen: los ojitos chicos, planos y juntos; aunque los de ella eran de color miel. El capitán continuó:
–El marido de mi historia nunca ha sido un obstáculo, Mario. El marido de mi cuento ama a su mujer y no soportaría vivir sin ella. Pero tampoco soportaría vivir con ella y verla infeliz. Así es que el marido le pediría al amante que lo ayudara.
Era la primera vez que llamaba “amante” al amigo de ese cuento. Mario lo sintió como una especie de ascenso, una suerte de rango o galón que le había sido conferido al amigo, promoviéndolo a amante oficial.
–El marido de mi cuento le pediría al amante que lo ayude a que su mujer se quede.
Que lo ayudara empleando su imaginación de amante, ya que el marido no la tenía. Que le proporcionara a la mujer esas ilusiones que ella necesitaba para considerarse feliz. Que le diera la fantasía de una pasión, la ilusión de un romance, o al menos la excitación de un amor clandestino. Aunque el amante no la amara realmente –subrayó el capitán– (porque acaso ese hombre ya no sabía amar), que le regalara a ella discos que de verdad le gustaran, y revistas que la animaran a redecorar su casa, y conversaciones entretenidas.
–En fin, Mario, que la haga feliz con esas cosas que los amantes saben de las mujeres. Pero que un marido sin imaginación, como él, no puede dar.
Mario se levantó de la silla. La ensoñación de esa madrugada se disolvía rápidamente, junto con la resaca. Se sentía desgraciadamente sobrio. Ya no podría recordar qué lo hizo pedalear tan dichoso, alguna vez. Ni recuperar ese sentimiento perdido cuyo rescoldo había sobrevivido al despertar; pero que ahora parecía haberse extinguido, definitivamente. La primera cerveza del día lo había devuelto a su impecable empate con el olvido. Y los diablos de la cofradía local, con su bandita, ensayaban a pleno sol, al otro lado de la plaza, saltando y contorsionándose.
–¿Eso es todo? –le preguntó al ingeniero.
–Sólo una cosa más. Es un buen cuento, ¿verdad, Mario?
–Creo que sí.
–Pero yo no sé escribir. ¿Lo haría usted por mí? Así como ha escrito otras historias de esta ciudad, ¿escribiría esta por mí?
–Posiblemente.
–¿Y qué final va a escoger?
Antes de salir al mediodía cegador, Mario se quedó pensando un momento, de pie bajo el toldo de la terraza. Se llevó el dedo medio a la sien izquierda, tomándole el pulso a la arteria temporal que ya casi no latía. Que ya casi no irrigaba la memoria desvanecida de esos versos que se había sabido de corazón.
Y de pronto, así sin más, los recordó. Chasqueó los dedos, entusiasmado. Eso era. El joven ciclista lo alcanzaba y le susurraba al oído el poema, sonriéndole. Se vio a sí mismo pedaleando de nuevo por la orilla del gran río, cada vez más rápido, lanzado y derecho hacia el futuro, recitando aquellos versos. Los versos que también fluían, deslizándose sobre su propia música. Y sentir la paz que emanaba de esas palabras perdidas y recuperadas –ni exactas, ni verdaderas, sino bellas– alcanzaba para perdonarse el presente. O por lo menos eso le pareció, en ese instante.
–El final feliz, capitán –le contestó Mario, palmeándole el hombro robusto al oficial, mientras salía hacia la luz radiante de la plaza–. Escribámosle un final feliz. ~