lunes, 11 de junio de 2018

Una vida ordinaria

Me mantengo en silencio. Sereno. Recuerdo sus palabras, todas, e inhalo con esta cosa atravesada que no sé que es pero me sobrepasa: “Yo solo quería una vida ordinaria contigo”, decía. Lo decía tan resuelta y consciente, tan lista para entrar en la fila de gente común, gente corriente. Gente que planea sus días libres, que espera en los bancos, que usa el metrobús. Gente viviendo dentro de las restricciones normales de la sociedad. Gente que aplaude, brinda y se emborracha en las bodas. Gente que me producía tremendo pesar.
Ella quería algo bonito y normal: ir al cine los fines de semana; tomar una que otra copa de vino en casa, o mezcal, o cerveza; comer pastel de chocolate mientras nos sentábamos al filo de la luna; inventar alguna cura para el mal de amores; aprender a embarrar la masa de los tamales en las hojas de la mazorca; un huerto de todos colores, un perro –siempre quiso un perro–, dos hijas; pellizcar la piel de los ríos; usar el amor para llegar a cualquier parte. Una existencia ordinaria.
Y yo quería, dígase, lo opuesto, ni siquiera pendejadas extravagantes: quería armar grandes fiestas y liarnos con la muchacha más buena para terminar los tres encerrados en un cuarto mientras una se reventaba dos que tres rayas del culo desnudo de la otra; meternos al mar de noche; aprender a aullar. Destruirnos despacito para decir que, al final de todo, comprendimos lo que era el tiempo y nunca tuvimos prisa.
Sigo en silencio. Sereno. Pensando en la simplona divinidad de lo que sería hacernos viejos y caminar de la mano por la playa, de comprar flores y ponerlas al centro de la mesa, de rentar una casa de campo y tirarnos toda la tarde a ver el paseo de las vacas. Qué bonito sería, así nomás, vivir una vida ordinaria.