lunes, 16 de julio de 2018

H&G

Imposible no escuchar las discusiones en aquel departamento de cuarenta metros cuadrados y paredes de galleta. Pero Huitzi no las resentía tanto como su hermana Gloria: las madrastras les suelen venir peor a las hijas.
–¿Llevarlos a la escuela? –gritaba la mujer–, ¿semejantes verdolagones? No, chiquito, tú te vienes conmigo al tianguis, ¿quién crees que va a cargar tanto bulto?
Así funcionaban las cosas desde que su padre se juntó con esa mujer, a quien los chicos se referían como la pinche bruja.
–Y total, ¿para qué van a la escuela? Mejor que recojan los paliacates chinos que vamos a vender el domingo.
El murmullo del papá no se entendió.
–Ay tú, qué les va a pasar, Tultitlán está lejos, pero ya están grandes y no son tan tontos.
–¿Dónde está eso? –preguntó Gloria a su hermano.
–En la casa de la chingada, creo. Pero vamos y volvemos sin pex.
Al día siguiente, Guía Roji en mano, el padre le explicó a Huitzi cómo llegar al sitio donde les entregarían los paliacates y le dio unas monedas.
–¡No, pus no nos va a alcanzar, jefe! –rezongó el niño.
–Sí, pero es todo lo que tenemos –fue la mujer quien contestó–. El Oreja, que es el que te va a dar los paliacates, me debe cincuenta varos, le dices que te los dé y con eso se vuelven y hasta les alcanza pa un taquito de suadero; en la esquina a donde van hay un puesto, están bien buenos.
Huitzi tomó la Guía Roji para guardarla en su mochila.
–No, ni madres, esta es mía, si me la pierdes con qué me la pagas –la mujer le arrebató los mapas.
El niño echó a su padre una mirada que le reprochaba su silencio. Él, como siempre, la evitó avergonzado. Huitzi tomó a su hermana de la mano y salió del departamento con un portazo.
–¡Qué carácter, ¿eh?! –se oyó la exasperante voz de la madrastra.
Había que recorrer un largo camino para llegar a Tultitlán. Les tomó más de dos horas y varias ampollas en los pies de Gloria, cuyos zapatos hace mucho habían dejado de quedarle. Pero al fin estaban ahí, frente a la dirección que la mujer les había escrito en un papel. Huitzi golpeó la puerta metálica. Un minuto, nada. Tocó de nuevo. Escucharon pasos y abrió un anciano que parecía tener ciento cuatro años.
–Diga.
–Vengo con el Oreja por los paliacates. Me manda doña Tere.
El anciano entrecerró los ojos. Miró hacia arriba. Los entrecerró de nuevo.
–No conozco a doña Tere ni sé nada de ningunas orejas ni paliacates.
Y cerró la puerta.
Huitzi confirmó la dirección que tenía apuntada. Era esa, sin duda. Miró hacia las esquinas y suspiró.
–No hay ningún puesto de tacos de suadero.
Gloria lloró y su hermano la habría seguido, pero la rabia no le provocaba lágrimas, sino un molesto hormigueo en la nuca. Seguro todo era un plan. Y quién sabe si solo de la pinche bruja. Tal vez su papá también quería deshacerse de ellos.
–Orita veo cómo le hacemos, pero tengo que pensar –intentó tranquilizarla.
Se le ocurrió pedir limosna, pero no inspiraban tanta lástima como otros limosneros.
Se le ocurrió pedir ayuda a un policía de tránsito.
–¿O sea que ustedes vienen siendo menores sin responsable oficial?
Huitzi y Gloria se miraron sin saber qué decir.
–Pssístá difícil, pero si se cooperan con algo ya que termine el turno los remito a la delegación, ahí a ver qué dicen...
Hutizi tomó a Gloria de la mano y siguió andando. Y, aunque trató, ya no se le ocurrió una idea que pareciera buena. Entonces vio que su hermana fijaba la vista en un punto determinado. Miró hacia allí y vio un cartel con la figura de un chico rubio, descamisado y muy apuesto.
¿Quieres combertirte en un artista famoso? ¿Deseas obtener todo aquello que as soñado? Aquí, castin para comerciales, telenobelas y conjuntos musicales modernos. Contratasión inmediata.
(Toca el timbre que tiene el maskin).
Huitzi y Gloria cruzaron miradas. ¡Ser artistas famosos y obtener todo lo que habían soñado! Eso parecía bastante mejor que volver a casa. De modo que tocaron el timbre con masking. Abrió una mujer que los miró de arriba abajo.
–Venimos por el... a-anuncio –Huitzi tartamudeó y Gloria permaneció con la boca abierta al ver la sonrisa que esbozó la mujer al escuchar eso. Era guapa, distinguida y además tenía muy buena dentadura.
–Hermosos querubines, pasen, pasen por favor.
Los condujo a una amplia estancia. Lo que vieron allí los dejó paralizados de emoción. Una gran pantalla de leds parecía flotar sobre una colección completísima de consolas para videojuegos.
–Justo estaba por terminar este mundo.
–El... Grand... Theft Au... to –murmuró Huitzi con los ojos secos de admirar la escena pausada en el juego que, hasta ese momento, solo había tenido cerca en sueños. Gloria, mientras, posaba sus dedos tímidos en una iPad de las varias que había en la mesa.
–¿Les ofrezco algo? Tienen caritas de hambre, mis niños.
Los dos afirmaron con un ademán. Pasaron la tarde comiendo papas fritas y pan dulce y jugando Grand Theft Auto y Candy Crush en una sala amplia y cómoda.
–No quiero regresar a la casa nunca más –dijo Gloria. Huitzi sonrió.
Más tarde la mujer les llevó un chocolate caliente. Gloria se le abrazó de las piernas.
–Yo también estoy feliz de que estén aquí –dijo la mujer con una sonrisa ladeada. Fue lo último que los chicos vieron antes de caer en un sueño profundo.
Despertaron ante un escenario muy distinto. Ni pantalla, ni Grand Theft Auto, ni mesa con iPads. Una habitación pequeña, dos catres y una banca para ejercicio con una pesa grande.
–¿Dónde estamos? ¿Y mi juego? –dijo Gloria antes de ponerse a llorar. Huitzi intentó en vano abrir la puerta. Momentos después entró la mujer. Era tan... distinta. En bata, sin maquillaje y con la boca enjutada, sin la hermosa dentadura que exhibía el día anterior.
–Ja ja, ya se divirtieron, ¿eh? Bien, ahora van a pagarme trabajando. Tú, escuincla, harás la limpieza mientras yo me encargo de poner apetecible a tu hermano. ¿Haces ejercicio? –la pregunta era para Huitzi, quien negó con la cabeza–. Bien, pues vas a empezar, a mí para estríper no me sirve uno tan ñango como tú.
Esa, entonces, fue su vida. Gloria limpiaba toda la casa mientras Huitzi hacía lagartijas y sentadillas y tomaba licuados de proteína. Cada mañana la mujer se asomaba al cuarto y palpaba los bíceps y los pectorales de Huitzi. Pero no parecía haber grandes progresos. Porque él, tramposo, hacía las lagartijas con las rodillas apoyadas en el suelo y las sentadillas ayudándose con el borde de la cama. Además relajaba sus músculos lo más posible cuando ella lo tocaba. Quería ser un artista famoso, no un estríper. Imaginarse haciéndole un lap dancea una mujer como esa –o como su madrastra– simplemente le quitaba las ganas de vivir.
Una mañana la mujer entró de muy mal humor. Al ver que el niño seguía sin progresar, gritó:
–¡Dos meses y todavía pareces ostión, ya estuvo bueno! ¡Te me trepas a la banca de ejercicios ya!
Huitzi miró a su hermana y ella entendió que se le había ocurrido algo.
–Pero... yo no sé cómo se usa eso.
–¡Flácido y menso tenías que ser! –tronó la boca y se dispuso a mostrarle. Se acomodó en la banca y en ese momento Huitzi, a través de un guiño, indicó a Gloria lo que debían hacer. Cada uno tomó un extremo de la pesa y, librándola de su soporte, la dejaron caer. Se oyó un débil crack en el cuello de la mujer.
Huitzi y Gloria recorrieron la casa. Encontraron algo de efectivo y cargaron con varios de los dispositivos electrónicos que habían servido para seducirlos. Y, por qué no, tomaron un taxi a casa. La niña se durmió de inmediato. Un par de cuadras antes despertó y, lágrima en ojo, preguntó:
–¿Y si mi papá ya no nos quiere de vuelta?
Huitzi le señaló algo con el dedo. Pegado en un poste, un cartel con sus caras preguntaba: “¿Los has visto?”
–Están por todos lados –dijo sonriente el niño.
Indescriptible la alegría del padre al ver a sus hijos. Los abrazó casi hasta la asfixia.
–¿Y la pi... señora Tere? –preguntó Gloria.
–Ella ya no está aquí. ¡Ni volverá a estar nunca!
Reunidos de nuevo, padre e hijos fueron muy felices para siempre.
O al menos lo que duró la ganancia por la venta de las iPads.