lunes, 22 de agosto de 2016

Maquillaje

María llega a su casa y le dice a su esposo: No quiero que te acerques tanto porque tengo miedo de que descubras que no soy bonita.
María se maquilla todos los días aunque no vaya a trabajar. El “aunque” es porque en sus otros círculos sociales también la señalan: las amigas, los hermanos, los hijos. Si no se maquilla es fodonga. Es más, si el marido le pone el cuerno ya sabemos por qué fue. Es huevona por no invertir tiempo y dinero en productos que la incluirán en esta sociedad tan buen pedo.
Cuando se despierta por la mañana, despeinada y sin cosméticos, se siente la mujer más fea del mundo. Indefensa, sin superpoderes, sin su escudo. Sin ases bajo la manga.
Cuando María usa maquillaje se siente más segura. Y cómo no si la respaldan más de quince productos diferentes. Cómo no si la misma Kim Kardashian envió por e-mail, a todos sus suscriptores, un cupón de descuento para que corran a comprar el nuevo rímel que promete nunca mostrar que tus pestañas están tan caídas como tu origen. Cómo no si Tyra Banks promueve su propia línea de maquillaje para manipularse el color de la piel: de morena a dorada. Cómo no si Monica Bellucci promete que con ese labial rojo todos te besarán. Cómo no si su barrio la respalda.
A María le preguntaron en la oficina que si estaba enferma, que si se sentía bien: sí; no sé; sí, responde desarmada. Olvidó más de la mitad de sus cosméticos en otra bolsa, y qué tonta, piensa: el rímel no es suficiente para ser bella porque la base del maquillaje engaña haciendo la piel más tersa, las sombras dan profundidad a los párpados, el delineador hace los ojos más grandes, el rubor simula juventud, el corrector de ojeras esconde las bolsas de basura del alma.
Pero hay una parte buena que se asoma y que grita desde dentro. A María también le pasa que cuando va a la playa y no usa maquillaje, rápido se acostumbra a ser quien es. Rápido porque la naturaleza no pregunta: te regresa, jalándote las orejas, a tu lugar. Ya no se siente tan fea; vuelve a ser ella. A sentirse cómoda con quien está del otro lado del espejo, acostumbrada a la verdadera yo debajo de la máscara.