lunes, 22 de diciembre de 2014

En vísperas del fin del mundo.

Estoy despierta esperando el fin del mundo. Imagíname sentada en una silla de cuero adentro de una austera cabaña escuchando el romper de las olas; se escucha fuerte, muy fuerte. Y me gusta. ¿Serán las olas, esas dichosas anunciantes del fin? Qué daría yo por llegar con las buenas nuevas y decirle a la puta humanidad que ha terminado su agonía; la diferencia sería que yo no podría romperme como las olas porque ya lo estoy, y me atrevería a decir que mi ruido habría ridiculizado su alboroto, porque los que vivimos en pedazos no hacemos otra cosa que no sea ruido y damos unos gritos tan sordos, ¡que ay, Dios! Y me siento ridícula, imagíname hablando del fin del mundo cuando a mí se me terminó al irte tú de nuestra casa. Donde estoy se llama “Playa Azul”. Es en Guerrero, México. Son seis cabañas en total, es un lugar pequeño. Es un lugar ecológico, pero adentro de la cabaña no hay separación entre lo orgánico y lo inorgánico; en la cocina preparan unos camarones riquísimos, y también hay cerveza clara. Y que lo más molesto de este lugar son los mosquitos. Y que no estés conmigo. Hicimos planes de venir juntas, pero ya ves, al final vine sola. Hicimos planes de beber hasta el amanecer porque lo del fin del mundo nos resultaba una putada, pero ya ves: al final bebo sola y lo de la putada ahí está, sin perder vigencia. Todo es tan cálido que no tendría por qué estar intentando describirte mi estancia aquí –mintiendo sobre la calidez– si te tuviera hombro a hombro, cerquita, no pido mucho, a un ladito. Estaríamos enviando mensajes de texto a nuestros padres sobre lo filoso del mar en esta costa; estaríamos –tal vez– hablando a nuestros amigos sobre lo maravilloso que preparan los mojitos que nunca pudimos tú y yo. Pedro y Gloria nos dirían que si sobrevivimos a esta predicción, prometen enseñarnos la receta y, naturalmente, tú y yo diríamos que sí porque casi todo el tiempo, a todo, asentimos sin pensar en el resto. Tengo ganas de adentrarme en lo azul mientras de alguna parte –la que sea– se recita a Sampedro: «Mar adentro, mar adentro. Y en la ingravidez del fondo donde se cumplen los sueños se juntan dos voluntades para cumplir un deseo. Un beso enciende la vida con un relámpago y un trueno y en una metamorfosis mi cuerpo no es ya mi cuerpo, es como penetrar al centro del universo. El abrazo más pueril y el más puro de los besos hasta vernos reducidos en un único deseo. Tu mirada y mi mirada como un eco repitiendo, sin palabras ‘más adentro’, ‘más adentro’ hasta el más allá del todo por la sangre y por los huesos. Pero me despierto siempre y siempre quiero estar muerto, para seguir con mi boca enredada en tus cabellos». Ojalá, mujer, no te extrañara tanto. Ojalá dejaras de calarme tan hondo. Ojalá no hubieras muerto. Ojalá hubiera muerto contigo. Ojalá mi psiquiatra se cayera a un río y dejara de decirme: “Debes aceptar que se ha ido”. Ojalá se acabaran las cervezas, el sol, la agonía, los ostiones, las playas. Ojalá el mundo se fuera a la mierda. Ojalá renaciéramos para volver a encontrarnos. Ojalá se repitiera otoño y toda esa historia nuestra que trajo consigo el sol callado de septiembre.

Bibiana