martes, 29 de julio de 2008

Princesas y Luchadores

La temperatura se acercaba a los treinta grados y sin embargo, por inercia de otros días de frío, las ventanas se mantenían cerradas, encendidos los pilotos de los calentadores y en el refrigerador no había cerveza. Sudaban las manos gruesas, blancuzcas de Robledo. Llevábamos poco más de una hora bebiendo, hablando de los gastos, los regalos, los parientes que nos visitan, si en la cena de Navidad comemos pavo o tamales o pierna de puerco. Yo miraba el reloj de vez en cuando porque tenía compromiso para esa noche; mi mujer me estaba esperando.
Robledo me había llamado esa tarde para citarme en su casa.
—Pero es Nochebuena —le dije.
—También es una noche para los amigos —respondió—. Además, Nacho ya dijo que sí.
En la mesa se erguían dos botellas de tequila; una de ellas casi la habíamos vaciado, sobre todo Robledo, que bebía con más prisa que gusto. Entre trago y trago me enteré de que en un principio Nacho tampoco había querido asistir, pero Robledo lo convenció con el mismo argumento: Toscana ya dijo que sí.
La bolsa de papas fritas que llevé por no llegar con las manos vacías continuaba intacta, cerrada sobre una silla, como un invitado más.
—No entiendo qué niño puede desear una pista Hot Wheels —dijo Nacho—. Los coches no alcanzan a dar ni una vuelta antes de accidentarse.
Era un comentario natural en Nacho, que se consideraba un abanderado contra el consumo. Decía otras cosas, como: si yo fuera un consumidor promedio, todos los comercios se irían a la quiebra; o bien: en mi época recibíamos un balón de futbol y nos hacíamos hombres, ahora reciben un juego electrónico y se hacen idiotas. Y hablaba con el desparpajo de un soltero, a salvo de una mujer que le exigiera el gasto, de unos hijos que pidieran una pista o un juego electrónico para Navidad.
—En estas fechas todo se justifica —Robledo dio otro trago de tequila— con tal de ver la sonrisa de un niño.
Nacho y yo nos miramos, incrédulos. Robledo nunca se expresaba de ese modo y su ya patente borrachera no servía como excusa. Mucho menos porque cinco meses atrás lo habían echado de la mueblería donde trabajaba, y para un desempleado la Navidad se convierte en un problema mayor que el cobrador de la renta.
—Ahora vuelvo —dijo Robledo, y subió las escaleras rumbo a su recámara.
—¿Qué le pasa a este güey? —preguntó Nacho.
Yo alcé los hombros y miré de nuevo mi reloj.
—Las nueve —dije—. Ya me tengo que ir.
Tomé la bolsa de papas, pues la cena de Nochebuena se haría en mi casa, con la familia de mi mujer.
—Yo también me largo —dijo Nacho.
Alcé la voz para llamar a Robledo; él entreabrió la puerta y nos pidió que lo esperáramos un minuto.
Nacho y yo nos acercamos a la puerta. Imaginé que Robledo nos daría un regalo y eso, en vez de halagarme, me molestó. Yo no tenía nada para él, y yo sí tenía empleo.
Apareció en la cima de las escaleras, con traje de Santa Clos y un costal a su espalda; luego bajó con cierta torpeza, riendo sin felicidad. Robledo era gordo, de piel blanca y casi totalmente calvo. Su frente sudorosa reflejaba el foco de la sala. El disfraz le iba bien, pero me incomodaba ver a mi amigo vestido de ese modo.
—No seas imbécil —le gritó Nacho.
Me pregunté cuál sería el plan de Robledo. ¿Para qué había invitado a sus dos amigos? ¿Qué contenía ese costal? Si recibir un regalo me resultaba molesto, la cosa empeoraba si para eso había que representar un acto con Santa Clos. ¿Qué nos pediría? ¿Que nos sentáramos en sus piernas? Sin una respuesta satisfactoria, sólo pensaría que Robledo nos quiso echar a perder la Nochebuena. Nacho se acercó a mí para susurrar:
—Me deprime.
Yo asentí. El efecto de alegría que me había transmitido el alcohol se extinguió. Robledo se acercó a la mesa, se desplomó en la silla y bebió el resto de tequila en la botella. Dejó caer el costal y algunos juguetes se desparramaron por el suelo. Vi luchadores de plástico, princesas de goma; ambos de una pieza, sin articulaciones.
—La esposa de mi ex patrón sostiene un hospicio —dijo sin alzar la vista—. Me pidió que le ayudara.
—¿Y tu mujer qué opina de esto? —pregunté—. ¿Qué dicen tus hijos?
Él se llevó índice y pulgar a la boca para sacarse una pelusa de la barba sintética pegada en la lengua.
—No tienen por qué saberlo —respondió.
Abrió la otra botella, pero no se sirvió. Mientras se ajustaba la chaquetilla y aflojaba el cinturón, mencionó la alegría de los niños, el significado de la Navidad, la tristeza de quienes en esa noche no tienen a sus padres. Algo contó sobre su propia infancia, pero ya no le puse atención.
—¿Cuánto te van a pagar? —irrumpió Nacho.
—No es por el dinero —respondió Robledo.
Me sentí mal por la bolsa de papas en mis manos. La deposité en la silla. Nacho sacó su cartera y tomó unos billetes; los arrugó y los arrojó sobre la mesa.
—Toma —dijo— y evítate el ridículo.
La actitud de Nacho me pareció cruel, pero justa. Por eso yo también saqué mi cartera y puse en la mesa tres billetes.
Robledo se pudo haber molestado, pudo echarnos de su casa, pero resultaba imposible mostrarse digno dentro de un traje de Santa Clos. Por eso nos acompañó a la puerta.
—Feliz Navidad —dijo.
Nacho se montó en su auto y arrancó. Yo volteé hacia Robledo antes de entrar en el mío.
—¿Te llevo a algún lugar?
—No —respondió—. El hospicio del padre Plancarte está a cinco calles de aquí; me voy caminando.
Cuando me detuve en el semáforo de la esquina miré por el retrovisor. Robledo continuaba ahí, ondeándome un adiós.

*
Mi hijo mayor abría el regalo que le dieron sus tíos, un soldado equipado para misiones especiales, cuando sonó el teléfono. Era Josefina, la mujer de Robledo.
—¿Sabes dónde está? —dijo luego de los saludos.
—No lo he visto —respondí, y de inmediato me arrepentí de mi mentira. Hubiera bastado con decirle que estuvimos juntos alrededor de las nueve.
—Me dijo que tenía que hacer un trabajo —explicó Josefina—, pero me aseguró que estaría aquí antes de las once.
Vi mi reloj. Eran las doce y cuarto. Ella me comentó que toda la familia estaba reunida en casa de un hermano de Robledo, y sólo esperaban su llegada para abrir los regalos.
—Entonces no debe de tardar.
Terminamos la conversación con la promesa de llamarnos si nos enterábamos de algo. Regresé a la sala, donde una de mis cuñadas decía "qué preciosidad" cuando la abuela Marica quitó la envoltura a una bola de cristal con la Venus de Milo dentro.
Caí en la cuenta de que el siguiente paso de Josefina sería llamarle a Nacho; entonces corrí al teléfono y marqué su número. Estaba ocupado. Quizá Nacho le contaría que estuvimos bebiendo, y Josefina se preguntaría el porqué de mis mentiras. Continué marcando el número una y otra vez hasta que pasó la llamada. Por suerte resultamos igual de mentirosos y se había mantenido en secreto nuestra reunión con tequila y el hospicio del padre Plancarte.
—Vamos a buscarlo —le dije.
Acordamos que pasaría a recogerlo en quince minutos. Mi mujer puso una serie de objeciones, pero al fin la convencí. Cuando me dirigía a la puerta alcancé a escuchar que mi cuñada otra vez decía "Qué preciosidad".
*
Estacioné el auto frente al hospicio del padre Plancarte e hicimos sonar la campana de la verja. Luego de unos segundos se asomó la cabeza de una monja.
—Disculpe —le dije—. Buscamos al padre Plancarte.
—Así se llama el hospicio —respondió la monja—, pero hace más de ochenta años que el padre Plancarte está con el Señor.
La monja se aproximó a la verja con un gesto que se adivinaba severo a pesar de la oscuridad.
—¿Ustedes tienen que ver con el Santa Clos que nos dejó plantados? Los niños se fueron a dormir muy tristes.
En la segunda planta se menearon las cortinas. Los niños aún esperaban.
—Sólo eran unos muñecos de plástico —Nacho alzó la voz.
Quedamos un rato en silencio, los tres esperábamos a que hablara cualquiera de los otros dos.
—Hubo tamales y chocolate caliente —dijo la monja—. No la pasamos tan mal.
Me dieron ganas de arrojarle unos billetes tal como se los habíamos arrojado a Robledo. Hace falta muy poco dinero para llenar un costal con luchadores y princesas.

*
Nos dirigimos a casa de Robledo, despacio, haciendo pausas en cada esquina, mirando a un lado y a otro, pensando que tal vez la borrachera lo había tumbado en cualquier banqueta y dormía con su costal como almohada; sin gorra, sin barbas, descamisado por el calor.
Nada.
Llegamos a su casa y tocamos alternativamente la puerta y el timbre.
Nada.
Por la cortina entreabierta distinguimos que faltaba la segunda botella de tequila. No había rastros de Robledo ni del costal con juguetes. El dinero seguía sobre la mesa; la bolsa de papas, sobre la silla.
—No puede estar muy lejos —dijo Nacho.
Y abordamos el auto para rondar en la cuadrícula del barrio.
—Robledo no nos citó en su casa para festejar la Nochebuena, ni para que bebiéramos tequila, ni para regalarnos un luchador de plástico.
Nacho me miró sin saber de qué le hablaba. Doblé a la derecha por una calle oscura, otra calle oscura como cualquiera por ese rumbo. Creí distinguir la silueta de una persona en el suelo, pero se trataba de unas bolsas de basura.
—Hubiera bastado una palmada en la espalda —continué—. Si no contaba con su familia al menos nos tenía a nosotros.
Nacho asintió, pero no supe si era una seña afirmativa o el mero vaivén de la cabeza porque en ese momento una de las llantas pasó por un bache.
—¿Alguna vez te contó por qué lo echaron de la mueblería?
—No —respondió.
Tampoco a mí me lo había contado, pero una vez me confió que echaba de menos su empleo, que le gustaría volver.
Divisé a una persona en la acera y detuve el auto. Pronto distinguí que no era Robledo; se trataba de un hombre que sacaba varios paquetes de la cajuela de su auto. Asomé la cabeza para preguntarle si había visto a una persona con traje de Santa Clos. El hombre respondió que no y yo reanudé la marcha.
—Ya son cinco meses sin empleo.
Seguro Nacho no quería pensar en el asunto, porque me dijo:
—Santa Clos se vería mejor vestido de azul.
—Tal vez —dije—. Pero sería más difícil hallarlo en la noche.
—La figura de Santa Clos es como la de Dios que pintan en las iglesias —dijo Nacho—, sólo que Dios nunca sonríe.
Frené en seco.
—Mira.
—¿Qué? —preguntó Nacho—. ¿Lo encontraste?
Bajé del auto y me apresuré hacia el punto donde caía la luz de los faros sobre la calle. En un radio de dos metros yacían tres luchadores y una princesa. Los recogí y revisé los alrededores, echando un vistazo bajo los autos estacionados, en los portales de las casas, entre algunos arbustos.
Regresé al auto, entregué a Nacho los juguetes y arranqué. Él tomó dos luchadores y simuló una pelea entre ellos. Un luchador tenía máscara y mallas rojas; el otro, azules.

*
Llevábamos casi dos horas rondando por las mismas calles, pero me negué a ir más lejos. Nos detuvimos frente a un teléfono público y llamé a mi mujer. No había noticias de Robledo; Josefina no había vuelto a llamar.
—Ya es hora de que regreses —me dijo—. Tus hijos te esperan.
Le aseguré que sólo daríamos una vuelta más; media hora a lo sumo.
Pasamos de nuevo frente a casa de Robledo. Nada. Me detuve en la siguiente esquina, junto a un muro de luces parpadeantes. Eran mentiras de mi mujer: mis hijos no me esperaban; acaso estaban durmiendo, acaso el mayor pensaba en su soldado equipado para misiones especiales y el menor en otra cosa. La abuela Marica procuraría un accidente para romper la Venus de Milo. Cerré los ojos un instante. Tal vez la monja también mintió y no hubo tamales ni chocolate caliente.
El luchador de mallas rojas había perdido; ahora peleaba el azul contra el verde.
No sé cuántas vueltas más dimos. La media hora se alargó; supe que mi mujer estaría furiosa, pero seguimos buscando hasta que comenzó a amanecer, hasta que llegó la hora de aceptar nuestro fracaso.
Aunque Nacho tenía los ojos abiertos, yo sabía que soñaba. En sus manos la princesa besaba al luchador verde, el vencedor, que continuaba en su pose retadora, puños cerrados, piernas abiertas, rodillas un poco flexionadas, la única pose de un plástico inmóvil, incapaz de abrazar a la mujer amada. Pero ella igual lo besaba y Nacho sonreía como un huérfano.

David Toscana