lunes, 9 de mayo de 2016

Acicalándome

La relación de Gaby con su esposo siempre me ha turbado un poco porque creo que cuando se encontraron, él topó con el tesoro más grande y ella se halló en la penumbra de una isla desierta. Pero no emito opiniones al respecto y regularmente hago lo propio: cuando colgamos el teléfono me preparo un té y me prometo afilarme las agallas para la próxima vez que hablemos de Julián. Le diré, pienso mientras sumerjo la bolsita del jardín de verano, que algunas personas no merecen todo lo bueno que les pasa en la vida porque ni lo aprovechan.
La próxima vez, esa para la que me preparaba, llega sin preámbulos, sin tés, sin teléfonos. Gaby llega a mi departamento a las cuatro de la mañana. Llorando. Abatida. Con el alma jugando a caerse de un péndulo. Casi sin poder respirar. Ella habla y, de tajo, se me resquebraja el centro. Como puede, dice que no se repondrá. Yo no digo nada, no lo logro. Le doy una pastilla para el dolor y otra para dormir: ibuprofeno y Nytol para el corazón, pero no funciona. Llora toda la noche y aún en la mañana al levantarse. Tiene pepino en los ojos para desinflamarse, de a poquito, todo lo que pende.
Le preparo el desayuno y trato de reconfortarla pero nada. Alguien en desamor es sordo y todo lenguaje se trata de lo que se ha perdido: no vemos que somos ciclos vueltos oportunidades. Lo sé porque he estado ahí. Ese semblante que el dolor hondo nos deja en la cara, como si se nos escurriera la luz por los ojos: como si el alma quisiera evaporarse.
Gaby no se levanta de la cama, está gastándose su último deseo en que suene el teléfono. Lo mira como si hubiera leído a Bukowski: «No sé cuántas botellas de cerveza consumí mientras esperaba que las cosas mejoraran (…) esperando que el teléfono sonara (…) y el teléfono no suena (…) La radio pasa canciones de amor mientras el teléfono permanece en silencio y las paredes se ciernen y cerveza es todo lo que hay». Lo sé porque he estado ahí.