viernes, 1 de enero de 2010

Felicidad

Todos los 21 de marzo hablo por teléfono con Mabel, una amiga que desconfía de la estabilidad porque dice que siempre la calma trae guardada una hecatombe.

Esta vez me contó que su padre había mostrado una notable mejoría la víspera de su muerte. Don Felipe andaba de pie, había recuperado la sonrisa y tuvo la osadía gastroenterológica de ordenar de la plaza unas enchiladas con mucho queso. El viejo de 78 años ignoró por unas horas el cáncer cenando a sus anchas, cantó, echó copa y chiste, y a medianoche cayó dormido como si fuera un lobo cachorro.

Al día siguiente amaneció muerto y surrado. El doctor con pelo de poeta explicó a Mabel que algunos enfermos terminales presentan signos vitales muy favorables antes de morir.

-Es como si se dieran la oportunidad de un segundo aire en la antesala de la oscuridad eterna- declaró el oncólogo mamón antes de guardar su cheque en la cartera.

Durante la misma llamada Mabel mencionó el caso de su hermano José Luis, un maniacodepresivo que dejó firmada una dicha insólita en la última página escrita de su diario poco antes de que el huracán Emily se lo tragara en Tecolutla.

"Hoy me he sentido de poca madre, acá la vida es mucho mejor que en Torreón, no había visto tantos tonos de verde en mi vida, las mujeres usan minifalda y no les importa enseñar, los camarones son grandes, las manzanas sí saben a manzana. La gente es amable y casi no hay corrupción porque aquí casi no hay policía. Me siento muy feliz hoy, mañana quién sabe", escribió José Luis dos noches antes de ahogarse junto con otros dos mil quinientos veracruzanos.

Antes de colgar, Mabel manda un beso y me recuerda que el bienestar inusual es la señal obvia de que un desastre está por venir.

-La felicidad es breve, sé discreto-, me recomienda.

Mr Nets