lunes, 29 de febrero de 2016

No más

Has visto a las personas más hermosas del mundo envejecer en un solo día. No sabes bien por qué, pero parece ser que es el castigo por no enfrentar algún demonio que les rasca el alma hasta verla sangrar.
La gente decide cuándo quiere dejar de morir de amor. Es sábado y, viéndote al espejo, te dices que hoy ya no. Enseguida te prometes que este febrero nadie te romperá el corazón. A pesar de tu esmero, te burlas secretamente de ti misma porque has visto a las personas más hermosas envejecer en un solo día. Entonces, ese mismo día envejeces, pero no por la belleza –que no tienes– sino porque en tu interior almacenas un amplificador que usas para escuchar cómo te resquebrajas también por fuera. Cómo eres adicta a tus memorias tórridas y pasajeras: amas en modo avión. Un buen día, ese mismo día, te cansas de romperte promesas –incluidas las más pequeñas y pendejas– y abres el balcón de tu departamento que está en el tercer piso y, llena de lo único que te sobra: convicción, decides no aventarte porque es muy posible que sobrevivas si saltas desde esa altura. Siempre confundes matemáticas con destino.
Inmediatamente reconoces tu deseo por dejar de ser una ridícula, te haces para atrás, te alejas del vacío físico hasta llegar a tu minicava y te sirves un poco de tinto, pero recuerdas que hoy ya no, entonces, te enfilas hacia el clóset y eliges la chamarra negra y barata –que la gente cree de piel pero que no es– y te la pones porque es la única prenda que se parece a ti; buscas esos audífonos gigantes que te regaló la deejay de la que te enamoraste cuando eras más joven y más idiota –esa que terminó siendo una hermosa prostituta cocainómana con las tetas operadas, esa de la que siempre hablas pero nadie te cree porque es un cliché muy bien construido, esa que te rompió más de una vez– y te diriges a tu bicicleta recordando a la puta tórrida: –No te equivoques, Julieta, yo no te amo. No importa, le contestabas. Y ahora, años después que estás a punto de salirte en tu bicicleta a recorrer la ciudad, te carcajeas del flashback porque realmente no te importaba que te amara de regreso y ríes más fuerte porque no tardas en descubrir que en este tiempo, en este día que según tú has decidido un chingo de cosas, tampoco te importaría.
Sacas la pipa que te regaló tu padrastro –tipazo: se droga más que tú–, le das un toque durísimo, te pones los audífonos y comienzas a pedalear. Pacheca irresponsable. Te pitan, te gritan, te ofenden y te avientan un au lait helado en la espalda pero no reaccionas porque lo mereces.
Y no importa porque es hoy que has decido ya no morir.
Regresas a casa y miras de reojo al balcón.
No sabes a mar.