lunes, 22 de febrero de 2016

Ya no te debo nada

Teníamos mucho de no vernos, o tal vez no tanto: ocho mundos, quizá.


Ese día hacía un chingo de frío. Enero siempre llega así: a calarte los huesos con las promesas que rompiste. Todo estaba mal. A ti te encantaba provocarme y salir con imbéciles que se creían muy varoniles solo por dejarse la barba muy larga. Y tú los besabas porque, aunque te picaban —bien culero— la boca, querías probarle al mundo que eras capaz de amar a un imbécil que guardaba tu saliva en sus pelos gruesos y largos.
Estabas, mi amor, buscando a tu príncipe azul.
Éramos un vaivén que aburría a mi madre y a nuestros amigos porque no terminábamos de separarnos. Teníamos, haciendo la cuenta, 57 meses de conocernos y, durante todo ese tiempo, habíamos jugado a no estar juntos hasta que me llegó una mujer que me prometía lo que siempre urgí de ti: permanencia.
No lo pensé —porque por qué iba a pensarlo— y comencé un romance con ella. Ella era mía y yo era de ella. Sé lo que quieras, mujer, pero sé mía, le dije un día. Y lo convertimos en un voto de amor. El único. El único.
Sin embargo, te vi. Era un día cualquiera; era, creo, un martes cualquiera. Tenías, tal vez, un par de horas afuera de mi departamento cuando te encontré: —Hola. —Hola. —Hola. —Hola. Abrí la puerta y te invité a pasar. Teníamos mucho de no vernos, o tal vez no tanto: ocho mundos, quizá.
Te ofrecí tinto y dijiste que no: —¿Tinto? —No. —¿Chocolate caliente? —Sí. —Ella, la mujer que es mía y yo de ella, no está. —¿Es Pinot Noir? —Sí. Entonces, nos bebimos dos botellas de esa uva tinta y, sin dormir, amanecimos. Por la mañana fumé hierba y de pronto estabas otra vez desnuda pero esta vez tocándote frente a mí con cierta urgencia. Urgencia de mí. Nos metimos a la regadera, nos besamos los hombros como una declaración de algo que ya no era amor y nos enjabonamos en silencio. Hacía silencio porque yo, horas antes en mi más reciente sueño despierto, te había soñado y la había soñado a ella, entonces, te zarandeé abruptamente diciéndotelo porque siempre había sentido que contigo nunca tuve secretos.
Quisiste romper el hielo y, antes de salir del baño me preguntaste que yo qué pensaba. —¿De qué? —De todo. Yo, con toda seguridad, volteé y te dije, muy a secas: nada; cuando en realidad quise decirte que ojalá no nos hubiéramos separado nunca. Me besaste la boca. Te abracé. Te hice un sándwich. Te serví café. Y me pediste, muy entre dientes, que me quedara. Que me quedara contigo.
Yo volví a decirte nada porque pensarte me alborota: porque pensarnos juntos me aterra.
Luego te fuiste como quien nunca ha sentido miedo: sin arrepentimiento y con, si no mal recuerdo, cinco orgasmos largos. Largos como la barba de los imbéciles.
Te fuiste porque llegó tu uber y me dejaste ahí, cuando ella me marcó por teléfono. Me preguntó, así sin rodeos, que si estaba viéndote. Gritando, me exigió que no le mintiera. Así que le mentí: no. Y, mientras se lo negaba, recordaba cómo te habías alojado en mi cama sentándote, horas antes, en mí: en mis piernas, en mi vientre, en mi cara, en mi cara. En mi cara.
Y de pronto es el mismo miércoles de hace 57 meses, de pronto es el día que te conocí. Y me hablas y me invitas a salir, me preguntas que si un trago. Yo lo pienso un segundo y te digo que no porque en tus ojos veo que estoy a punto de deberte el cielo: casi te escupo, con toda rudeza: no, yo contigo me vacié. Intento llorar pero no puedo porque es verdad: en ti me vacié: ya no te debo nada.