lunes, 21 de marzo de 2016

De Virgen del Pecado a Esposa de Oficina

El traje negro que se ceñía con desesperación a sus redondeces y el par de botas que llegaban arriba de la rodilla le valieron un ascenso: la sacaron de la línea donde tomábamos llamadas inbound para colocarla en la recepción del piso directivo.

Era rubia, altísima, con unas curvas de infarto y un rostro no muy agraciado.
También era dulce, sonreía como nadie y tiraba lánguidas caídas de pestañas a quien se cruzara con ella. Y también, y sobre todo, era amante del Director de Operaciones. Se sabía como se sabía que la quincena era la mejor parte de laborar en ese caótico lugar.
“Leslie puta” aparecía un día sí y otro también en las paredes de los baños de aquel efervescente edificio donde trabajábamos cientos de operadores telefónicos.
Para la fiesta de Halloween se disfrazó de Gatúbela. Qué cosa.
Hasta yo tuve fantasías sexuales con ella esa noche. El traje negro que se ceñía con desesperación a sus redondeces y el par de botas que llegaban arriba de la rodilla le valieron un ascenso: la sacaron de la línea donde tomábamos llamadas inbound para colocarla en la recepción del piso directivo.
Sobra decir que era impopular como una bacteria, no queríamos estar cerca de ella, particularmente las mujeres. Los hombres apenas se atrevían a saludarla.
Pero ella parecía no enterarse, iba y venía sacudiendo la melena y sus prodigiosas nalgas por los pasillos de todos los pisos, se detenía en la cafetería, en las fotocopias y saludaba a los presentes como si fuera la quinceañera protagonizando una eterna fiesta.
Al llegar los veinte minutos del receso, se apersonaba ante el grupito de fumadores como si la estuvieran esperando y prendía su cigarro, participaba de la charla tan quitada de la pena que no se atrevían a echarla ni a integrarla definitivamente.
Tendría diez o doce años más que yo, que era demasiado joven e idiota (valga el pleonasmo), y todavía guardaba un montón de juicios morales en mi mochilita de escolapia para explicarme el mundo. Ella era mala, claro, y había que evitar a toda costa ser como ella.
Una mañana se apareció en mi fila de operadores, con sus taconeos hizo retumbar el feo piso de linóleo y llegó hasta el cubículo elevado de la que era mi supervisora, le dejó un papelito en el escritorio y bajó con su contoneo de pasarela dejando el tufo de su perfume infantil por todo el pasillo.
La supervisora, que me quería bien y me estaba entrenando para sucederla, me llamó de inmediato. Mostrándome el papelito, me pidió que la relevara unos minutos.
Ahora pienso en ello y siento, no sé, ternura. Era la orilla de una hoja de cuaderno arrancada descuidadamente donde la citaba para encontrarse en el baño de mujeres, quería pedirle un favor y le daba las “grasias” de antemano.
Leslie quería volver a ponerse la diadema de operadora y contestar llamadas, no es que estuviera cansada de ser la chica guapa de la recepción ni la criticada amante del jefe máximo: estaba harta de ser la esposa de oficina de ese hombre que ahora se comportaba con ella como un marido por derecho canónico, jurídico y territorial. Se aburría, se sentía controlada, eclipsada y sola.
Todos esos retazos de recuerdos llegan a mí ahora que por fin he aprendido que la mitad de mis prejuicios no han servido más que para arruinarme el espíritu, para achatar mi pensamiento, para hacerme imbécil.
Ayer por la mañana, sentada en mi cafetería de siempre vi llegar a la que podría ser una Leslie Segunda pero de pelo castaño. No pasaría de los veintitrés, llevaba un corto vestido blanco tan entallado que se hacía uno con los pliegues de su cuerpo y esas botas over the knee con tacón de aguja que parecen ser el fetiche por excelencia. Caminaba entre las mesas de libros pero ninguno le interesaba, la verdad es que a nadie le interesaban los libros con ella incendiando las novedades editoriales, el pedacito de piel que asomaba entre las botas y el vestido era provocación suficiente para emprender una guerra.
Tres minutos después apareció el hombre: cincuentón, traje azul marino, camisa con mancuernillas, argolla de matrimonio y un teléfono que sonaba todo el tiempo. Se besaron en la boca a modo de saludo.
Se sentaron a la mesa sobándose las manos, las piernas, deshaciéndose en sonrisas.
Él no dejaba de hablar. Cuando por fin terminó la llamada y en el breve intermedio antes de que entrara otra, le pidió que ordenara el desayuno como se le pide a un subordinado que ejecute bien sus tareas.
  • Los huevos que me gustan, ya sabes.
  • No soy tu esposa, ¿te acuerdas? No sé cuáles son los huevos que te gustan.
El hombre amusgó los ojos y una vena en su cuello saltó levemente, el teléfono seguía pegado a su oreja, se levantó y salió a la calle para poder vociferar al volumen adecuado.
Ella se puso a jugar con el celular, cuando el mesero apareció le dedicó una sonrisa de promocional y ordenó dos cafés.
Mi teléfono vibró, la persona a la que esperaba no podría llegar porque el maldito tráfico, el maldito semáforo descompuesto y la maldita vida.
Pedí la cuenta y aunque lamenté no quedarme para presenciar la escena completa, también me alegré de no encontrar en mi mochila de objetos inútiles el prejuicio que años atrás me habría hecho rechazarla de inmediato.