jueves, 9 de agosto de 2007

La isla del día antes

Durante dos días Roberto rehuyó de nuevo a la luz. En sus sueños se veía solamente muertos. Se le habían irritado las encías y la boca. Desde las vísceras los dolores habíanse propagado por el pecho, luego a la espalda, y vomitaba substancias ácidas, aunque no hubiera tomado comida. La atrabilis mordiendo y mellando todo el cuerpo, fermentaba en ampollas semejantes a las que el agua expulsa cuando es sometida a calor intenso.

Había caído víctima, a buen seguro (y es para no creérselo que hubiera dado en la cuenta sólo entonces), de aquella que todos llamaban Melancolía Erótica. ¿No había sabido explicar aquella velada en el salón de Arthénice que la imagen de la persona amada suscita el amor insinuándose como simulacro a través del conducto de los ojos, porteros y espías del alma? Pero después, la impresión amorosa se deja deslizar lentamente por las venas y alcanza el hígado, suscitando la concupiscencia, que mueve todo el cuerpo a sedición; y va derecha a conquistar la ciudadela del corazón, donde ataca a las más nobles potencias del cerebro y las convierte en esclavas.

Como si dijéramos que saca a sus víctimas casi fuera de juicio, los sentidos se extravían, el intelecto se enturbia, la imaginativa resulta depravada, y el pobre amante pierde carnes, se seca, los ojos se le hunden, suspira y se desploma de celos.



¿Cómo curarse? Roberto creía conocer el remedio de los remedios, que en cualquier caso le era negado: poseer a la persona amada. No sabía que esto no bastaba, pues que los melancólicos no se convierten en tales por amor, sino que se enamoran para dar voz a su melancolía, prefiriendo los lugares silvestres para tener espíritu con la amada ausente y pensar sólo cómo llegar a su presencia; pero cuando llegan, acongójanse aún más, y quisieren tender otro fin todavía.

Roberto intentaba recordar lo que les había oído a hombres de ciencia que habían estudiado la Melancolía Erótica. Parecía causada por el ocio, por el dormir sobre la espalda y por una excesiva retención del semen. Y él desde demasiados días estaba forzadamente en ocio, y, en cuanto a la retención del semen, evitaba buscar las causas o proyectar sus remedios.

Había oído hablar de las partidas de caza como estímulo al olvido, y estableció que tenía que intensificar sus empresas natatorias, y sin descansar sobre el dorso; ahora que entre las substancias que excitaban los sentidos estaba la sal, y la sal al nadar, se bebe bastante… Además recordaba haber oído que los africanos, expuestos al sol, eran más viciosos que los Hiberbóreos.

¿Acaso era con la comida con la que había dado aliciente a sus propensiones saturninas? Los médicos prohibían la caza, el hígado de oca, los pistachos, las trufas y el jengibre, pero no decían que pescados eran los desaconsejables. Ponían en guardia contra las vestiduras demasiado confortables como la cebellina y el terciopelo, así como contra el musgo y el ámbar, la agalla moscada y el Polvo del Chipre, pero ¿qué podía saber él del poder ignoto de los cien perfumes que se libraban del invernadero, y de los que traían los vientos de la Isla?



CAPITULO: De la enfermedad del amor o la melancolía erótica

UMBERTO ECO