lunes, 6 de abril de 2015

Vivir de malas


Siempre me ha dado trabajo tratar con las personas, sobre todo de forma gregaria. Me es difícil adaptarme a las fórmulas elementales de cortesía, iniciar pláticas con desconocidos, hablar del clima. Es una tara de mi personalidad que acepto con cierta resignación y a la que he interpuesto estrategias para no pasar como alguien mal educado, impertinente o payaso. No siempre lo he logrado. Baste un ejemplo para dejar en claro lo que digo: cuando llego a una reunión, prefiero pasar inadvertido, saludar de lejos y no verme preso en el complicado ritual de saludar uno por uno a los demás asistentes. A la salida, también hago lo propio.
Es por las razones anteriores que, durante años, he sido un observador pasivo de ciertas costumbres relacionadas con la época navideña y el inicio de un nuevo ciclo, entre muchas otras. Como ya dije, me da mucho trabajo felicitar a las personas que no conozco, desearles feliz Navidad y cosas por el estilo. Así que casi no lo hago. Si acaso, cuando me felicitan devuelvo la atención. Insisto, sobre todo con desconocidos o con todas esas personas que apenas acaban de inscribirse en el conjunto de las personas con las que me cruzo cotidianamente y ya. Y eso me ha dado distancia.
A veces esa distancia me ha permitido preguntarme cómo lo hacen, analizarlo, analizarme. A fin de cuentas, si uno reconoce sus propias fallas tiene cierta obligación de subsanarlas. Así que lo he intentado. Pero no siempre. Durante algún tiempo me he limitado a observar sin pretender aprendizaje. Casi como si estuviera inmerso en un ejercicio estadístico.
“Observaciones en torno al comportamiento festivo de las personas a lo largo de la época navideña”, le llamaría a mi estudio. Lo interesante es que, hasta hace un par de años, los resultados solían mantenerse constantes. A saber: las familias se veían más felices; los niños corrían con mayor libertad por las calles; el conductor del microbús repartía felicitaciones a sus pasajeros lo mismo que la cajera del súper, que el señor de la tiendita, que la despachadora de la panadería. La lista podía prolongarse en exceso: todos los compañeros del trabajo se abrazaban sin escatimar buenos deseos hasta para aquéllos a quienes no querían o despreciaban; la gente en la calle, cargando bolsas navideñas, sonreía a quien se cruzaba en su camino e, incluso, se repartían más limosnas y se era más amable con los limpia parabrisas y los malabaristas de semáforo.
La época propiciaba un comportamiento que, al margen de nuestras creencias, podía considerarse positivo, incluso deseable. De ahí que muchas personas gusten de la temporada sin mayores aspavientos: solía respirarse cierto aire de bondad en el ambiente.
Me da la impresión de que ha venido a menos. Si yo hubiera trabajado en serio con mi ejercicio estadístico, tendría las herramientas para demostrarlo. Como no lo hice, lo mío es una simple aproximación subjetiva pero, insisto, es la de un observador pasivo, que no suele involucrarse en esas fórmulas de cortesía. Eso puede servir para validarlo un poco.
Así pues, en los últimos años se puede notar, con meridiana claridad, cómo las personas ya no dispendian las felicitaciones y los buenos deseos en el mismo número que antes. Al menos no a desconocidos, al menos no todo el tiempo.
Las razones pueden ser varias. Desde el hecho de que estamos más agobiados por cuestiones de la precaria economía familiar (aunque ha habido momentos de mayor crisis) hasta que hemos reservado esas muestras de júbilo para nuestros círculos más cercanos. Y eso se traduce en algo mucho más simple pero más grave: da la impresión de que estamos enojados. Muy enojados. Y razones hay de sobra, no lo niego. Pero me llama mucho la atención que la tregua navideña vaya perdiendo su poderío porque eso sólo puede significar que nos acercamos a un punto de inflexión que cambiará nuestras vidas por completo. Ojalá sea para bien. Así, hasta podría comprometerme a sumarme a la algarabía colectiva.