jueves, 12 de mayo de 2011

HISTORIA DE LA PRIMERA RUEDA AMERICANA

De los infinitos intercambios entre el Viejo Mundo y el Nuevo, que acabarían por darle un rostro nuevo a Europa y América, Hugh Thomas se detiene en un héroe olvidado de nuestra historia común, el español Diego Hernández, primer constructor de una rueda en la América continental.

Las relaciones entre España y México son todavía más complicadas que las de México con Estados Unidos. Y decir esto no es salir con cualquier cosa. Cabría sustituir aquí la expresión de “vecinos distantes” por la de “hermanos lejanos”. Pero nada resulta adecuado para traducir nuestra impresión en el momento en que viajamos por primera vez a México y contemplamos sus colosales edificios imperiales. Es verdad que si uno conoce sólo México no conoce España, y que si conoce únicamente España desde luego que no conoce México: para saber del uno o de la otra es imprescindible estudiarlos a ambos. A veces, en el Zócalo, incluso en siglo XXI, se tiene la impresión de que el Virrey debe de andar por allí, con toda su elaborada corte. Y a unos metros, el Tlatoani.

En México pensamos también, al mismo tiempo, en la bienvenida que el país dio a tantos profesores y artistas de la España republicana en 1939, y en la obra de inmenso beneficio que dejaron ellos en su patria nueva. Y reflexionamos lo mismo sobre los “indianos”, que hicieron fortuna en México –abriendo fuentes de trabajo y nuevas explotaciones, y estableciendo familias nuevas, criollas y mestizas– y regresaron a dotar su nativa aldea asturiana –o vasca, andaluza, catalana– de colegios, iglesias, clínicas, hospicios y bancos. A Llanes, en el este asturiano, se lo conocía como “Mexiquito” por el número de indianos mexicanos que regresaban allí, construían sus casas con una torrecita y plantaban una palmera delante como signos de identidad. Atesoramos igualmente el magnífico diario de Fanny Calderón de la Barca, la esposa del primer ministro de España en México, cuando por fin se establecen las primeras relaciones diplomáticas entre ambos países, en la década de 1840 –un diario que nunca ha llegado a publicarse entero en castellano. Pensamos además en aquella ingeniosa afirmación mexicana de que la Conquista corrió a cargo de los indios –ellos, los enemigos de Moctezuma, la posibilitaron, la aseguraron–, mientras que la Independencia fue obra de los españoles –no pocos, muy influyentes, descontentos en Nueva España con el liberalismo de las Cortes de Cádiz. Rememoramos a virreyes ilustres, como el barroco Marqués de Mancera, amigo de Sor Juana Inés de la Cruz, que el libro magnífico de Octavio Paz trae a cuento, o, ya en el ilustrado siglo XVIII, al Marqués de Croix, el autoritario responsable de la llorada expulsión de los jesuitas, cuya esposa fue amante del dramaturgo Beaumarchais en España.

Éstas y muchas otras facetas más ricas de la relación entre España y México probablemente son conocidas por todos nosotros. Pero se me ha pedido que hable de las relaciones iniciales entre España y México, entre la España del siglo XVI y la Nueva España, y eso es lo más acertado, dado que he dedicado más esfuerzos a ese capítulo que a cualquier otro aspecto de esta larga y rica historia.

La Nueva España recibió este nombre de Cortés, en la primavera de 1520. Nombrar, desde los griegos, desde la Biblia, era conferir entidad a las cosas, hacerlas ser. (El historiador Herrera adjudicó el mérito del bautismo a Grijalva, el predecesor de Cortés cuando exploraba esos territorios; sin embargo, no aportaba prueba alguna para ello.) Eso fue más de un año antes de la conquista final de Tenochtitlan, cuando Don Hernando ya había enviado a España su primera Carta de Relación acerca de su propio descubrimiento y penetración en las tierras de México, y cuando, sin duda, el emperador Carlos V –el rey Carlos I– la había leído, junto con sus consejeros y su corte. Ambos, el Rey y la corte, habrían podido apreciar en España el tesoro que Cortés había enviado desde Veracruz antes de emprender su ascenso hacia la capital de México –ciertas cantidades de oro, algunos mosaicos de turquesa, un penacho que la tradición describió como perteneciente a Moctezuma, algunas labores de filigrana en oro, mosaicos de pluma, y algunos ejemplos de armamento típico, como lanzas y macanas de madera y filos de obsidiana, entre otras muchas cosas. En la partida no se incluía esculturas monumentales ni murales pintados –¿cómo habría sido posible?–, aunque estos prodigios eran también ejemplo de los altos avances que el México antiguo había alcanzado. La colección de objetos enviados por Cortés desde Veracruz en el buque de Alonso Hernández y del navegante Montejo era una indicación extraordinaria de la gran variedad y la elevada calidad artística de aquel México hasta entonces desconocido en Europa. Ese regalo era obra de la casualidad. Ni los indios cempoaltecas y totonacas de Veracruz, que obsequiaron a Cortés con tales tesoros, ni los mismos españoles, habrían podido percatarse de su valor.

Cortés, además, envió varios esclavos que le habían regalado, al igual que le ocurriera a Colón en el Caribe. Provenían de Yucatán. Es una lástima que ninguno de ellos, aparentemente, supiera o dijera nada de la agridulce poesía característica del México prehispánico, de la que Don Miguel León-Portilla es tan buen conocedor, y que el padre Garibay estudió y consignó con tanto detenimiento. Sin embargo, eran capaces de jugar con objetos de madera y con pelotas, como el pintor Weiditz se encargaría de mostrarnos más tarde. Tal vez en aquel primer viaje de regreso a Europa, algunos de los indios pudieran hacer una demostración del encanto de la pelota de goma, que fue una de las contribuciones más interesantes que el Nuevo Mundo haya hecho al Viejo. Pedro Mártir, el inteligente italiano de la ciudad alpina de Como, nos ofreció, unos años más tarde, la descripción de un juego de pelota en su relato acerca de los indios en España.

Más importante aún que la pelota fueron los productos agrícolas de la Nueva España. Entre ellos no se incluía la que sería flor y gema de todos los de las Américas: la papa o patata peruana; pero estaban el maíz, el guajolote, el chocolate, el tomate. La lista es larguísima y está hecha de cosas de la naturaleza, a la que se agregarían pronto tributos del más arduo trabajo manual humano, y regalos de los centenares de lenguas americanas, y del ingenio de sus hablantes.

Por lo que respecta a las contribuciones españolas a favor del México antiguo, el padrón es también copioso. Antes de hacer una relación, me gustaría recordar que, al igual que los ingleses llevaron el té de China a la India, los españoles se apersonaron con la patata sudamericana en Nueva España, donde se arraigó y aclimató como cosa muy propia.

La contribución de España al Nuevo Mundo no puede ponderarse como de mero interés artístico. Las cuentas de vidrio o los vasos de cristal veneciano con que los conquistadores obsequiaron a los monarcas indios y a los nobles que encontraban a su paso fueron, sí, cosa modesta. Las pinturas de la Virgen María en altares portátiles o los retratos de San Cristóbal habrían sido las primeras representaciones pictóricas que el Nuevo Mundo pudo conocer de Europa. Pero, en poco tiempo, los indígenas podrían apreciar algo también bello, aunque fatal al mismo tiempo, en las armaduras y las espadas y dagas europeas. Poco más tarde, se pudo utilizar y valorar las primeras muestras de la arquitectura española que, en forma de los templos, capillas, conventos, palacios, arcadas, viviendas, fuentes y acueductos, comenzaron a conformar las ciudades del Nuevo Mundo.

Hubo cosas aún más importantes que las obras de arte. La rueda, los animales domésticos de tiro y cría –como el caballo y el buey, la mula y la vaca, la oveja y las aves de corral, el obediente perro y el asno humilde y sufrido, que podrían observarse en cantidades importantes en poco tiempo, como de hecho ya había ocurrido en Cuba y la Española. De todos los regalos, la rueda, en forma de poleas o sobre carros, debe de haber parecido a los indios de Nueva España la innovación clave –aun más cuando tengo la sensación, al observar los juguetes del México antiguo, que la rueda útil se encontraba a un paso de inventarse allí. Los carros se encargaban de transportar la artillería de Cortés, como hicieron poco más tarde en el caso de Pizarro, y trajinaron las imprentas y libros, los instrumentos musicales y partituras, y las semillas, los telares, los bienes del primer comercio virreinal y, desde luego, a la gente, que también se sirvió de las monturas. La Leyenda Negra de que echaron mano los ingleses en su propaganda del siglo XVI olvidó la rueda.

Llegados a este punto, quisiera terminar recordando a un héroe olvidado. Necesitamos a los héroes, y los hay de veras. Se trata del hombre que, probablemente, talló y puso a rodar la primera rueda en el Nuevo Mundo –en el continente, no en las islas–: el tatarabuelo espiritual de los grandes constructores de vehículos del siglo XVIII, y antepasado técnico de Ford y de Chrysler. Se trataba, creo, de un tal Diego Hernández, natural de la muy antigua San Felices de los Gallegos (San Félix), en el Reino de León, en lo que es hoy la provincia de Salamanca de la Autonomía de Castilla-León. Había sido sastre, además de carpintero, y era uno de los conquistadores más jóvenes que acompañaban a Cortés. Era conocido como soldado de extraordinaria fortaleza. En 1519 se encontraba armando carros de madera en Veracruz. Se encargó de labrar parte del maderaje que se utilizó para construir los famosos bergantines del lago de Texcoco. Más tarde, promovió un proceso judicial contra Cortés en relación con ciertos pagos –un rasgo que se volvería propio del latinoamericano típico: litigar contra la autoridad, por alta que sea, si se cree tener derecho a ello. Mi investigación acerca de este héroe olvidado continúa, basada en la colección de los documentos tan fascinantes e importantes que son las “relaciones de servicios y méritos” de los soldados de la Conquista, muchos inéditos e incluso nunca consultados, que se encuentran en el Archivo de Indias, en Sevilla.

Entre esos servicios y méritos, que fueron frecuentemente mutuos, los indígenas mexicanos y los aventureros españoles, los sabios prehispánicos sobrevivientes de la Conquista y los frailes evangelizadores, llegaron a algo más. Después del trauma que significó el encuentro, la guerra, la sojuzgación, las epidemias, el serio intento particular de esclavizar parcialmente a los indios –logrado parcialmente, en ciertas áreas y oficios, sobre todo al principio–, y el serio intento de protegerlos por la ley –parcialmente alcanzado, sobre todo desde el último tercio del siglo XVI–, indígenas y españoles, y los nuevos mestizos, con todo y sus jerarquías y sus abigarradas castas oficiales, lograron, a fuerza de saberse –en última instancia– igualmente hijos de Dios, forjar una nación. Compleja, múltiple, incomunicada, variadísima, diversa, sobre todo desigual... pero una. Una nación.

Era México. Es México. Ese hermano de España, imprescindible para entenderla, y para entenderse. Ese hermano de España que le queda lejos sin tener en realidad, hoy día, por qué.

HUGH THOMAS