viernes, 13 de noviembre de 2009

Kenny

¿Kenny? – pregunté, con mucho interés. Sus ojos grandes se abrieron, mientras una enorme sonrisa cruzaba su rostro, casi infantil. “Y dime, Kenny… ¿tu estudias algo?” Su boca empezó a moverse, pero ¡qué diablos!, no puse atención a nada que no fuese su cara, sus piernas… de verdad que me quedé encantado por ella. La dejé así, moviendo los labios mientras que yo me apresuraba a terminar mi copa. Ella volteó cortésmente, yo asesiné con los ojos al muchacho que la fue a sacar a bailar. Yo ataqué “¿Cómo?... ¡pero si ya te pedí otra michelada!” Pagué al mesero, abriendo la cartera para que se viera que andaba listo para pasar la noche entera complaciéndola, en caso de que hiciera falta… pero no, nunca me ha hecho falta, y esa noche no iba a ser diferente. Efectivamente, el chavalo se fue y tú hiciste un gracioso gesto con los dedos “adiós, pendejito adiós”.

Veinte años. Con razón. Veinte años tenía y yo ya la estaba imaginando… desnuda, girando vertiginosamente. Podría casi sentir su piel, tierna, perfumada de su sudor y su vientre joven… yo nunca he sido de los que bailan, pero no me importó. La música a todo tren. Buen pretexto para acercarme a beber su aliento. Me voy enterando que le gusta salir al centro, que le gusta la orquesta que toca ahí seguido, mientras bailan parejas mayores. Después de todo, el encanto de aquella jovencita no es solo lo que veo… es lo que puedo oler, como un perro de presa. Es su habitación con posters, las canciones fresas de su celular, sus calzones rosas con franjitas de colores, sus tenis… el leve roce se sus labios en los míos mientras bailamos y nos acercamos a pedir un momento de descanso… me fui al baño lamiéndome la boca. “¡Mesero!... ¡atiéndeme a esa muñeca, que no le falte su cerveza!” – dije, altanero. ¡No puede ser que se me caiga el negocio!

Y así fue. Pasaron más y más tandas de música. Aproveché la ida al baño y me acicalé, me desabotoné la camisa un poco, me dije a mi mismo miles de frases halagüeñas. Las amigas, que eran mi mayor riesgo, ya eran una molestia. “Yo te llevo” fue mi argumento más socorrido. Y miren que para aguantar las veladas amenazas de las amigas, mi princesa se pintó sola. Que si la escuela, que si sus papás, que si vayan a llamar a la casa y pregunten por ti… ella parecía ceder, pero no se levantó de la mesa. Entonces, ya más entonado y valiente, bailamos. Bailamos porque simplemente quería verla moviéndose, saber que aquellos cincuenta y tantos kilos de apetecible anatomía eran de verdad… y yo iba a saberlo ¡chingo mi madre si no!

Salimos, claro, abrazados. Ella, sin las luces frenéticas y el ruido, luce todavía más chica. Más niña y yo, no pude evitar sentirme excitado de mirar su respiración agitada. Vamos por el coche y en el camino, nos besamos con ansiedad. Ella no es tan buena en los besos, pero nada de eso importa, al contrario… hice planes de todas las caricias que podía estrenar en su cuerpo. Y bueno, a hacer más labor de convencimiento. Ella por momentos se veía asustada por lo atrevido de mis caricias. Me dijo que no quería cometer algo de lo que pudiera arrepentirse, y yo, la callé a besos, la abracé fuerte y proveché para sentir la dureza de sus senos, las espigadas caderas… entonces, me miró. Me besó y sonrió, tierna y torpemente. “Nunca había hecho esto” – dijo, me encendí más. Ella me abrazó de una manera diferente. Sentí su aliento bajando por mi pecho.

Pero no. Aquello, para mí, tenía que ser algo todavía más inolvidable y se lo dije, ella puso una cara de pícara tremenda y sonrió, aproveché: “Dame tus calzones” Ella me miró por un momento, y pensé que ya la había cagado. Ella dijo, conteniendo un eructo “¿aquí?” – “no, bájate del carro y mientras que le das de vueltas al arbolito te los vas quitando”… “Ay, ¡que malo!” y así pasó. Se enrolló la pequeña falda de mezclilla y pude sentirla, temblorosa, mientras se quitaba aquella prenda.

Me metí al estacionamiento del hotel. Ella, nerviosa, se quería cubrir con las manos, fingía que se le caían cosas, vaya… yo, en cambio, solo voltee a ver al encargado y me hizo un cortés ademán. Llegamos, la cargué y la deposité suavemente en la cama. El hecho de saber que estaba así, a mi merced, me encantaba y no esperé más. Levanté sus piernas y enrollé la falda para probarla, hincado en el piso, con la camisa estorbándome, la probé y ella, con una mezcla de excitación y vergüenza, gemía deliciosamente, despacito, prolongado… y eso fue el comienzo solamente. La puse de rodillas también, me puse arriba, la jalé de las caderas, me cabalgó, estallamos de placer… supe entonces que ella no era novata en estas cosas del amor… pero si pude ver que estaba prácticamente virgen, como un manjar mosqueado, solamente. La disfruté, ella gritó y se sacudió… el alcohol hizo su parte y nos quedamos dormidos.

Me vestí corriendo. Me puse la mano en la cara, soplé y si, apestaba a alcohol. ¡Seis y media, putísima madre! Ella, despertó deliciosamente, como una gatita, entre las sábanas. Vio seguramente mi cara de apendejado y empezó a alzar su ropa, me metí al baño, mastiqué papel, incluso, me chupé una toallita perfumada, ¡no chingues!... ella, se vistió en un santiamén, apenas nos miramos a los ojos. En el coche, las preguntas pertinentes nomás, la llevé a casa de la amiga aquella, le marcamos mil veces al celular, nos castigó hasta que por fin, salió a abrir. Entró en la casa y yo, todavía sudando, le hice la típica señal de despedida. Ella sonrió levemente, con pena. Y se fue.

Yo, todavía oloroso a su sexo, al alcohol, al jabón corriente… pensé. ¿Y que si ella se enamora de mi de verdad? – que pendejo… una muchacha como ella no se va así, con cualquier pendejo… seguramente siente algo por mi… por suerte, tengo su número, su correo y hasta su metroflog en una servilleta… ah, Kenny… saco de el bolsillo interior los calzones infantiles, tiernos, femeninos… los miro. Así, con el pulso tembloroso, escribo “Kenny – 22-02-09” y los meto en la guantera. Ahora sí, vamos a ver qué mentira le invento a mi mujer.

Julio cesar