miércoles, 19 de marzo de 2008

Hoy he decidido dejar de pelearme con la vida

CARTA ENVIADA A UN SERVIDOR.



Lalo:

Imponente hombre de las nieves y bondadoso amigo de los aborígenes apenas tocados por el pétalo de la civilizació. Le mando un texticulito, mitad ficción, mitad reality-fiction:

No recuerdo si la leí en algún libro de ética para principiantes, o si se la escuché a algún hombre de esos que, con humildad suprema, disimulan su sabiduría tendidos en un rincón de la ciudad, impregnados en alcohol. No recuerdo si fui yo mismo, quien, al final de un doloroso combate verbal, la inventé como último lance, tras lo que parecía mi incuestionable derrota. Se trata de una frase, que dice: “No se pronuncia ni se escribe ni se imagina, impunemente, palabra alguna”. Sea verdadera o falsa esta aseveración, yo la hice legítima una tarde, mientras leía un breve texto del prodigioso maestro Juan José Arreola, y le di el último golpe durante una reunión medio de trabajo-medio social en la que estuve presente hace dos semanas en la majestuosa Secretaría del Campo del gobierno de Chiapas. Refiero brevemente cómo la concebí en el kiosco de esa extraña entidad asentada en Tuxtla Gutiérrez:

Una compañera, nacida y crecida en la capital de este estado del sureste, de 25 años de edad y recién titulada en Ciencias de la Comunicación , en el Tecnológico de Monterrey, campus Guadalajara, dijo, cuando la reunión referida alcanzaba ya cierta laxitud: “Quiero aprovechar la oportunidad para confesarles que hoy he decidido dejar de pelearme con la vida e iniciar una nueva ruta: la ruta del trabajo, de la rectitud y de la entrega a los seres que me rodean, entre los cuales, por supuesto, se encuentran ustedes”. Haciendo uso de mi escasa memoria, saqué una pluma y sobre una servilleta logré “capturar” tan memorable frase. Enseguida me acerque a Rossana (así se llama la joven y ahora piadosa comunicóloga) y le hice cara como de “qué buen y ocurrente tiro te aventaste”, a lo cual sólo me respondió con una mirada indulgente y misericordiosa. Acerqué luego la servilleta convertida en disco semiduro y leí en voz alta la sentencia que allí había quedado inmortalizada por mi puño y letra. Al concluir, levanté la vista y encontré una cara risueña que asentía con discreta determinación: era el rostro de Rossana, por supuesto.

Aún no me atrevo, pero en los días más recientes he estado a punto de jalarme a Rossana a alguno de los jardines más apartados de la Secretaría del Campo y decirle, sin piedad ni contemplación alguna: “Compañera, ¿no has advertido, a tus 25 primaveras o veranos, que no se pronuncia ni se escribe ni se imagina, impunemente, palabra alguna? Y luego completar la amonestación haciéndole ver que al haber hecho el virtuoso pronunciamiento del kiosco había firmado su sentencia de muerte; que al prometer trabajo, rectitud y entrega estaba trazando una senda que, más que comprometerla con quienes la escuchamos aquel día, la ponía en serios aprietos consigo misma.

Filiberto.

Salud, hombre del antepenúltimo círculo de la civilización Intelittttttgrgrgrgfrht.

Un abrazo también. ¡Total!