viernes, 7 de septiembre de 2007

La rosa


Cuando tenía unos doce, trece años, decidí que yo no iba a regalar rosas. Se me hacían lo más común del mundo y a esa edad los adolescentes mamones como yo buscamos identidad propia. Ya saben, esa voz interna que te pide a gritos ser único y especial. De cualquier manera, a esa edad yo no acostumbraba regalar flores. No acostumbraba regalar nada. A los trece, eres un pobre imbécil insufrible que cree tener una idea muy clara de como funciona el mundo. Aunque en realidad, debí decir "a partir de los trece". Cuando tenía 17, regalé la primer flor a la primera mujer que se lo merecía, según yo. No me pregunten que flor era, porque no sé. Nunca me he podido aprender el nombre de otra flor que no sea "rosa". O alcatraz. Los alcatraces me gustaban, porque en mi casa siempre había y casi siempre tenían un bicho dentro. Catarina, jicote, abeja o yoquesé. Capturaba un jicote, verde-que-te-quiero-verde y tomaba una de sus patas, le ataba un hilo y lo dejaba volar, dando vueltas sobre mi cabeza. Si, es inhumano y pueden llamar a Greenpeace y PETA. Me vale madre. Los niños son los seres más crueles del planeta. Cuando me aburría, cortaba el hilo lo más cerca posible a la pata y lo liberaba. Y allá iba, volando y zumbando con un recuerdo mío. Ahora no he vuelto a ver uno de esos, supongo que los extinguí yo solo. Y los alcatraces se fueron también.

Las rosas siempre están allí. ¿Díadelamor? Una docena. ¿Díadelamadre? Una docena. Y una plancha. ¿Aniversario? Acá sus rosas. ¿Tiene usted una amante que puede ponerse una pierna detrás de la cabeza? Dos docenas, tallo largo. ¿Llegó usted muy tarde a casa por estar con dicha amante? Una docena, comprada en Miguel Laurent y Avenida Universidad, a 15 pesitos. ¿Quiere la prueba de amor de su remilgosa novia? Una docena en papel celofán. Y alcohol. Y verlas me causa la misma sensación que estar en un restaurante con televisiones sintonizadas en algún partido de la seletsión o carrera de Ana Gabriela "Si, soy hombre" Guevara. Entre incomodidad y hueva. Es esa sensación que tienes en la espalda a las 4 de la mañana después de escribir y trabajar toda la noche. Porque nada se soluciona con una flor que puedes encontrar cada dos calles. No realmente. Pero los placebos son maravillosos. Vaya si lo sé. Y funcionan en ambos sentidos. Yo llegaba con girasoles, con alcatraces, con esa-flor-que-no-sé-cómo-llamar y venga el perdón, venga la absolución de mis pecados y ahora sí, abrazos besos y adiós arrepentimientos. Y me convencía de que así todo se arreglaba, todo era bello de nuevo. Claro que estuve del otro lado también, cuando das flores para que alguien te quiera. Sí amiguitos, una vez me porté así. Era Benji, era Burro de Shrek. Era el jodido Forrest Gump sin los jodidos aparatos ortopédicos. Y regresó el desfile de flores. Pero nunca rosas.

Después, me rompieron el corazón. Bueno, me lo rompí yo solo. Bah.

Ahora, en estos días que de cuando en cuando me enamoro, no regalo flores. Ni discos. Ni nada. Estoy harto de pagar en abonos algo que no debería pagar. O de pagar en abonos algo que no es lo que vi en el catálogo. Si, si, ya sé. "Así funciona el mundo" No me importa, de verdad. Si así funciona, lo siento por ustedes, porque tienen que seguir pagando por lo que quieren. ¿Un beso? Cena y unas rosas de crucero camino a casa. ¿Un palito? Muchas cenas, muchas películas, y no docenas, gruesas. ¿Una mamadita? Lo mismo, multiplicado por diez. (Y lo malo es que hay que dar flores al día siguiente también) Y así, hasta el infinito. Por eso, cuando veo a alguna solitaria mujer esperar por su taxi/microbús/whatever afuera de un hotel de paso con una igualmente solitaria rosa-de-diez-pesos en las manos me da lástima. Se me quita a los diez segundos mientras sigo caminando. ¿Cuántas rosas se habrán dado en el mundo, en aras del amor, del sexo, del perdón? Quien sabe, pero yo ya aprendí.
Lo malo es que la última vez que me enamoré... se llamaba Rosa.