jueves, 26 de marzo de 2009

EN EL MISMO BARCO

En uno de sus tantos paseos por las cercanías del sanatorio donde se encontraba internado, el poeta Robert Walser exclamó: “Que los jóvenes hagan ruido ahora. Lo que me conviene es desaparecer.” Estaba por cumplir 65 años y no deseaba reconocimientos o aplausos sino hacerse a un lado del camino. ¿Acaso es posible vivir sin pudor? ¿Qué caso tiene insistir con nuestra presencia en el mundo?, pregunto siempre que me encuentro frente un hombre que renuncia. La sabiduría no se revela la misma en todos los ancianos; mientras unos se aprestan a orientar a los más jóvenes, otros prefieren encerrarse en una ermita a rumiar su escepticismo: maestros o santos, los sabios se contradicen. Tampoco es la sabiduría asunto que sólo concierna a los viejos: la experiencia es poca cosa sin la sensibilidad propia de un ser que se sorprende en su paso por el mundo. Más que la acumulación de años, es el sentido de nuestra mirada el que abre camino hacia parajes menos burdos o inclementes.

Hace veinte años, en su libro La derrota del pensamiento, el filósofo francés Alain Finkielkraut se sorprendía de que Europa girara como autómata alrededor de los jóvenes. ¿Acaso han descendido de una nave espacial? Su presencia causaba una atención desmedida, como si nunca antes se hubiera tenido noticias de su existencia. Las causas de esta veneración no se debían sólo a la influencia de las rebeliones juveniles de los años sesenta o a que los comerciantes encontraran en estos seres del espacio una veta para extender su mercado más allá de la tierra, sino también a la disminución en todos los sentidos de la conciencia histórica. Se respiraba la necesidad de abandonar cuanto antes una época que contaba al humanismo entre sus más preciadas víctimas. Las guerras mundiales, el holocausto judío, las barracas siberianas de la utopía comunista, las bombas nucleares lanzadas sobre poblaciones indefensas minaron las conciencias más sensibles a un extremo que varios filósofos y escritores proclamaron que después de Auschwitz el pensamiento humanista había culminado (Adorno, Lyotard, Kertész). ¿Para qué aumentar el conocimiento, escribir poesía o creer en los ideales de la Ilustración si de todas maneras, y no obstante sus derechos universales, los hombres descendieron al estado de cosas en los campos de concentración?

Después del conjunto de experiencias traumáticas sufridas en el transcurso de la centuria pasada, los jóvenes no sólo tendrían derecho a ser escépticos, pesimistas, pasotas, drogadictos y cínicos, sino también a renunciar a la idea de que existe una historia que progresa (aun si esta renuncia no es consecuencia de una reflexión). Es en este punto cuando el tiempo abandona su vocación de futuro para instalarse en un presente eterno: contra el tiempo que avanza en busca de una realización, se impone un tiempo que gira sobre sí mismo. Una mutación similar sucede con respecto al espacio: se experimenta el espacio frente a una pantalla luminosa más que recorriendo las calles, y un hedonismo ensimismado se impone al desprestigiado placer de la orgía social. No me parece extraño que sea en el cuerpo, más que en la plaza pública, donde el misterio conserve todavía una puerta de entrada y en donde los jóvenes más desprotegidos encuentren cierto sentido a sus vidas. Que un escritor embelesado en la cultura humanista como George Steiner posea la siguiente impresión sobre los seres humanos es poco alentador: “Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible. Nuestra inclinación a la matanza, a la superstición, al materialismo y al egotismo carnívoro apenas ha cambiado durante la breve historia de nuestra residencia en la tierra.” A partir de estas anotaciones quejumbrosas, quiero insistir en que los jóvenes como realidad presente son algo más que el símbolo de un futuro distinto: son también la consecuencia de un pasado desastroso.

Hasta ahora he escrito como si los jóvenes pertenecieran a una entidad que carece de fisuras, a un barco sólido que se mueve según los vientos provenientes de una historia común. Sin embargo, no es así, ya que la juventud es en buena medida una invención. Se trata de una especie de drama pasado de moda: ni la historia tiene una dirección o una consistencia objetiva, ni los jóvenes, en el sentido cronológico de la palabra, conforman un ejército homogéneo de seres unidos por una tarea épica.

Para darme valor y hablar sobre estos asuntos suelo citar a Montaigne, quien de manera lúcida y cruel nos hace notar que hasta un recién nacido tiene edad suficiente para morirse: el haber nacido no nos exime de ser desgraciados. De cara a los mitos demacrados de la sociología o la historia, prefiero buscar en los jóvenes lo que tienen de singular más de lo que tienen en común. Es esta la única manera honrada de enfrentarse a un ser humano, despojarlo de su ser común e intentar comprenderlo en su soledad intrínseca, en suma: expulsarlo de la utopía (y me pregunto nuevamente: ¿qué valor trascendente puede tener un joven que se está haciendo viejo?)

No descubro nada nuevo si afirmo que la juventud es siempre tierra propicia para cultivar el romanticismo. Intentar que nuestra vida sea lo más parecida a una obra artística, creer que la verdad se encuentra más cerca del ser primitivo, despreciar las convenciones de la clase ilustrada, desconfiar de quienes imponen dogmas morales y ser habitantes del oriente eterno son sólo algunas raíces de un romanticismo que de ninguna manera es invención de una época (Diógenes, los goliardos medievales, los poetas alemanes del siglo XIX, las vanguardias artísticas y los movimientos estudiantiles del siglo pasado son sólo algunos momentos de un espíritu romántico que perdura en el tiempo). Cuando August Schlegel dice que las raíces de la vida están perdidas en las tinieblas, nos coloca en el centro de una orfandad que poco tiene de contingente: si un joven es capaz de acompañarte en esa soledad ontológica, y se despoja de su papel redentor, no será presa sencilla de un mercado que reduce a los seres a ser sólo consumidores. Tengo la sospecha de que tomar las riendas de un mundo detestable no es deber de una juventud formada de individuos, como tampoco lo es encarnar el ideal romántico de los adultos: que los viejos vean en los jóvenes la consecuencia o el deterioro de sus ideales es inevitable, pero bastante injusto.

En estas notas viene a cuento una frase de Melchor de Jovellanos que por supuesto suscribo de inmediato: “Jamás concurriré a sacrificar una generación presente por mejorar las futuras.” He allí, me convenzo, una actitud de lo más conveniente para compartir este mundo con quienes tienen la mala suerte de ser jóvenes: considerarlos seres sujetos a un derecho que ellos no inventaron pero que tienen –en tanto se rebelan– el deber de asumir. Y darles la bienvenida al peor de los mundos posibles, volverlos cómplices, no representantes de la utopía, en resumen: compañeros de la misma desgracia. ~

Guillermo Fadanelli