jueves, 25 de diciembre de 2008

Desayuno en el jardín

La campana suena tres veces en el aire fresco de la mañana antes de que Cruz, el fiel mozo y también jardinero, salga a abrir el portón de madera y los salude con una simple inclinación de cabeza y una sonrisa. Meten el coche y lo estacionan en la pequeña glorieta con una fuente en el centro que da a la entrada principal de la casa. Los han invitado a un desayuno con champaña, particularmente a ella, a Graciela, que goza de la simpatía y del cariño de toda la familia. El desayuno lo ofrecen en su honor don Emiliano Aguirre y su esposa doña Esperanza —suegros de su hermana Conchita— en el jardín de su casa en el Pedregal de San Ángel. Ellos conocen a Graciela y a Conchita, su hermana menor, desde niñas, cuando las dos familias vivían en la colonia Guadalupe Inn, antes de que los Aguirre prosperaran económicamente y se mudaran al Pedregal. Los padres eran amigos desde jóvenes, sin imaginarse, ni remotamente, que algún día iban a emparentar a través del matrimonio de Jorge, uno de los hijos de los Aguirre, con Conchita. El motivo del desayuno es la visita de Graciela a la ciudad de México para pasar navidad luego de muchos años de ausencia, pues tan pronto se casó con Simón se fue a vivir a la ciudad de Mexicali donde tuvo a sus dos hijos, niña y varón, que ahora los acompañan.

En lugar de pasarlos a la casa, Cruz los conduce al amplio jardín de cuidado césped, que tiene al fondo una hermosa piscina en forma de riñón. Debajo de una enorme jacaranda los Aguirre han colocado una carpa y una larga mesa llena de viandas, con botellas de champán en cubos de plata repletos de hielo y copas en forma de flauta. La atienden tres meseros vestidos de filipina blanca y corbata de moño negra. Frente a la gran mesa hay varias mesitas dispuestas a la sombra del bello árbol donde ocupa ya su lugar la mayor parte de los invitados. Ah, volver a la ciudad de México en diciembre le trae a Graciela tantísimos recuerdos de juventud, en particular de su adolescencia, cuando estudiaba en el Colegio Francés del Pedregal. Entonces las vacaciones escolares se iniciaban en diciembre y tal vez por ello ese mes se había convertido en su preferido. Empezaban exámenes la última semana de noviembre y se prolongaban hasta la primera semana de diciembre: gustaba salir de la escuela con el cielo nublado, el aire gris y frío para encontrarse con los muchachos que las esperaban con chamarra gruesa y bufanda, a veces hasta guantes, para verlas y saludarlas y hasta quedarse a conversar un rato antes de que ellas se retiraran a casa para preparar el examen del día siguiente. Para Graciela cada examen representaba un reto pues siempre estudiaba con esmero, hacía resúmenes y cuadros sinópticos, repasaba temprano en la madrugada y se concentraba lo más que podía durante las dos o más horas que duraba cada prueba. Por lo general salía satisfecha y contenta a discutir con sus amigas sus dudas, a corroborar respuestas y a cerciorarse de que había respondido bien y eso era tal vez lo que le hacía recordar con placer aquellas frías mañanas de diciembre de esa misma ciudad que ahora volvía a aspirar. Nada le gustaba tanto a Graciela como la época navideña: el frío, la luz plateada del atardecer en la ciudad, el aire fresco, transparente y energético, la música que tocaban en el radio. Vaya, hasta los repetitivos anuncios comerciales que contribuían a intensificar el sentimiento de nostalgia que esa mañana la invade.


Graciela tenía entonces doce años y él dieciséis y muchas veces salían juntos en bicicleta a pasear en las tardes por todo el sur de la ciudad. Él conocía muchos lugares interesantes, atractivos y completamente desconocidos para ella: fuentes medio escondidas, callejuelas, cafetines o parques, placitas por el rumbo de San Ángel o de Coyoacán, los Viveros, "la vereda tropical", como habían bautizado al sendero que corría paralelo a la avenida Universidad con un arroyito de agua, antes de que entubaran el río Churubusco, las calles arboladas de la colonia San Borja del Valle, o los grandes terrenos pedregosos de la Romero de Terreros. Alguna vez llegaron a ir en la bicicleta hasta la cima del Cerro de la Estrella. Él siempre pendiente de Graciela y aunque a ambos les gustaba la velocidad nunca la dejaba muy atrás y en las calles con mucho tráfico iba junto a ella dejándola siempre al lado derecho y si había camiones la hacía pegarse un poco a la banqueta pues sabía que en la ciudad nadie respeta a los ciclistas. Cuando empezaba a oscurecer emprendían el regreso a casa. Muchas veces se detenían un rato a comer tacos con la gorda Chelo en la avenida Coyoacán o tortas en don Cuco, a tomar una malteada en Chiandonni o un café en el Tecolote para luego llegar a casa de Graciela donde ella lo invitaba a oír discos mientras miraban su álbum familiar o a ver un rato la televisión antes de que llegara su papá. Él siempre se iba antes de las nueve. Se despedían como dos buenos amigos que saben divertirse juntos y pasarla bien.

Todo había empezado porque ella se lo encontraba invariablemente dando vueltas a la manzana en bicicleta, o rumbo a la escuela, o a comprar el Esto o parado en la tienda de la esquina bebiendo un refresco con sus hermanos y con otros chicos de la colonia. Hasta el día en que la abordó y le preguntó a dónde iba y ella dijo que a la panadería y él le propuso llevarla en los diablos. Graciela accedió con aparente naturalidad, temerosa de que se enteraran su padre o sus hermanos a pesar de que él era el mejor amigo de su hermano Ernesto. Y no olvida la sensación de ir de pie, cogida de su espalda a toda velocidad, por las calles de la Guadalupe Inn sorteando automóviles, peatones, otros ciclistas para llegar derrapando a la panadería en Insurgentes y de allí emprender el regreso, ella con la bolsa de pan en una mano y la otra firmemente agarrada de su hombro. Esa historia se repitió después muchas veces no sólo para ir a la panadería sino para que él le diera un aventón a casa de su amiga Beatriz, a la papelería, a Mínimax o a la pista de hielo. Después ella misma decidió acompañarlo en sus paseos con su propia bicicleta.

Pero todo eso se acabó el día en que fueron juntos al Parque Hundido y en un acto de exhibicionismo él intentó descender la cuesta más empinada a toda velocidad para azoro y admiración de ella, sólo que en el último momento perdió el control de la bicicleta y fue a estrellarse contra el muro. Se fracturó una pierna y sangró por la nariz y la boca y ella lo tuvo que ayudar, avisar a su casa y dejar las bicicletas encargadas en una papelería, lo llevó en taxi al hospital San José en Avenida Universidad para que lo curaran, pues tenía el hueso salido, y cuando le dijeron que había que operarlo de emergencia se ofreció a rasurarle la pierna, previa inyección de anestesia, pues ella quería cuidarlo en lugar de la enfermera antes de que llegaran sus padres alarmados y compungidos y de que entrara a cirugía para que le pusieran un clavo de platino.

El accidente cambió todo. A partir de entonces ella lo acompañaba cuando empezó a caminar con muletas. Los domingos se encontraban siempre en misa de una y a Graciela le llamaba la atención su fervor y el hecho de que comulgara semana a semana, cosa que ni ella misma hacía. Luego de misa se saludaban y ya restablecido en muchas ocasiones regresaban de la iglesia a pie, generalmente en grupo, aunque él siempre se las ingeniaba para acercársele y conversar y cuando iban a la fuente de sodas o a tomar un helado al Yom Yom, él se sentaba junto a ella e insistía en invitarla.

Ese año él ingresó a la prepa y se metió al bachillerato de leyes pues por ser el mayor su padre, un eminente abogado de mucho carácter, esperaba que tanto él como Gustavo, su hermano menor, trabajaran en el despacho con él. Su madre, en cambio, era lo opuesto: sumisa y beata iba todos los días a misa de siete y luego hacía labor de apostolado como voluntaria en un hospital para gente con parálisis cerebral. Su padre, calvo, extrovertido y dominante ejercía una fuerte influencia sobre su primogénito que trataba de complacerlo en todo.

Esa navidad fueron por primera vez juntos a Liverpool a comprar sus regalos y ella le consultaba qué darle a sus hermanos, a los que él conocía muy bien pues además de vivir en la cuadra estaban en el Club France donde practicaban natación y jugaban en el mismo equipo de futbol. A partir de ese año él siempre le regaló a Graciela algo especial. La primera vez le dio, para su desconcierto, una jirafa de peluche de la que ella había dicho de pasada en Sanborn's y sin darle la mayor importancia "mira qué mona". Cuál no sería su sorpresa en la Nochebuena cuando él llegó a su casa con la jirafa y ella no tenía nada que darle, así que no le quedó más que decirle "te debo tu regalo". A partir de ese año ella se esmeró en regalarle algo que le gustara hecho con sus propias manos. Aprendió a tejer y la navidad siguiente le obsequió un sweater negro con vivos azules que él no se quitó en todo el año. La navidad siguiente él le consiguió el disco donde venía la canción "Sellado con un beso" de Brian Highland, que no se conseguía en México y que él había encargado en el Disco Rayado de la calle de Puebla y que le entregaron justo en la víspera. La portada del LP tenía unos besos con lápiz labial alrededor de la foto del cantante que la pusieron un poco nerviosa. Ella aprovechó para darle un cuadernito con caricaturas y fotografías recortadas de periódicos y revistas, algunas humorísticas, otras curiosas y una que otra romántica a las que ella añadía alguna frasecita simpática, una cita o un verso de lo que había leído durante el año y que le parecía pertinente para ilustrar la fotografía. Esa vez le incluyó una foto de una pareja recostada sobre la arena frente al mar en pleno atardecer abrazándose, con la cual Graciela utilizó la frase de una novela que acababa de leer y que le había gustado mucho: "Locura lunar junto a la playa, locura lunar arde en mis venas." Y cuando él entusiasmado y risueño vio la foto un tanto sorprendido y se volvió a mirarla directamente a los ojos, ella, sin saber porqué, sintió la cara caliente, se ruborizó y bajó la vista. Ninguno de los dos comentó nada y siguieron hojeando juntos el cuadernito en silencio. Sí, a partir de esa navidad las cosas empezaron a cambiar.
—¡Bienvenida! —le dice don Emiliano extendiéndole los brazos.
—Muchísimas gracias —contesta Graciela abrazándolo—. No se imagina qué halagada me siento con este desayuno. Hace tanto que no veo a la familia... ¡Ay Doña Esperanza qué gusto! —exclama y luego de abrazar a don Emiliano le extiende los brazos a la señora que esperaba junto a su marido para saludarla.
—Te junté a todos mis hijos con sus familias y algunos de los amigos de la colonia para que los pudieras ver —dice la señora— por eso pensamos que lo mejor sería un desayuno porque en esta época es tan difícil reunirlos a todos con tantos compromisos.
—Muchas gracias, señora, pero permítame presentarle a mi esposo y a mis hijos —interviene Graciela—. Mi esposo Simón y mis hijos Alfredo y Gracielita. Ellos son los señores de los que tanto les he platicado —dice explicándole a su familia—: don Emiliano y doña Esperanza que fueron para Conchita y para mí como unos segundos padres.

Hechas las presentaciones van a saludar a las distintas mesas donde se encuentra el resto de la familia y los amigos. La primera en ponerse de pie es su propia hermana Conchita con su esposo Jorge.
—Hermanita —dice Conchita—, hasta que se nos hizo... y se dan un fuerte abrazo.
—¡Cuñado! —dice Graciela—. ¡Feliz Navidad!
Poco a poco proceden a saludar, primero a los miembros de la familia Aguirre: Ahí está Humberto, el mayor, con su esposa Adela y sus dos chiquitines; Miriam, divorciada ya, con su hija Marjorie que casi parece su hermana; Carlos con su esposa Elena aún sin hijos y las dos más chicas, solteras pero hechas todas unas señoritas. Pasan a las otras mesas: ahí está su primo Óscar con su esposa Martha y amigos de la cuadra como Rodolfo también ya casado; Beatriz que fue su mejor amiga durante años, también con su esposo y sus dos hijitas, y sus propios hermanos Ernesto y Emilio con su respectiva familia. Qué felicidad haber reunido a toda esa gente tan querida para ella que, aunque forma parte de un pasado lejano, sigue ocupando un lugar muy importante en su corazón. De pronto ella se percata de su presencia: sereno, delgado, un poco encanecido y ligeramente calvo, viste de traje oscuro y corbata.
—Claudio, permíteme presentarte a mi marido.
—Simón, él es el padre Claudio —dice Graciela—, amigo de infancia de todos.
—Mucho gusto —contesta Claudio con voz grave y pausada—. Qué tal Graciela. Qué bien te ves —le dice extendiéndole la mano.

Y luego él empezó a usar el coche de su familia y pasaba por ella y por sus hermanos para ir a los bailes, a las kermeses, a los rallys y días de campo, a las excursiones a las pirámides y a Xochimilco. Y cuando los Aguirre se hicieron de una casa en Cuernavaca y se iban a pasar ahí la semana santa, las invitaban a ella y a Conchita unos días y mientras ellas se encontraban ahí él llegaba infaliblemente con sus hermanos y los demás amigos de la colonia y juntos se metían a nadar y organizaban juegos de water polo y concursos de clavados y luego jugaban badmington o volibol para después sentarse a la mesa a comer juntos y por las noches jugaban lotería y dominó, partidas de póquer o pula y a veces salían en grupo a tomar una copa a Las Mañanitas o a bailar al Kaoba, y fue entonces cuando él le enseñó a bailar rock y rumba y de vez en cuando la sacaba a bailar alguna pieza romántica sintiendo ligeramente el calor de su mejilla y lo áspero de su barba. Cuando ella se graduó de prepa le pidió a él que la acompañara al baile a pesar de que otros pretendientes querían ir como su pareja. Ella sentía que sólo entre ellos dos había una total camaradería, una espontaneidad y una relación natural en la que ninguno se sentía forzado a actuar o a comportarse diferente a como realmente era, y eso no le pasaba con sus otros pretendientes a los que consideraba pedantes, aburridos, sin chiste o francamente tontos.

Los sientan en la mesa de honor, junto con los señores Aguirre, con su hermana Conchita y Jorge, junto a Beatriz que había sido su mejor amiga durante años y su esposo, a quien también conocía desde la infancia y a lado de su padre que había quedado viudo e iba una vez al año a Mexicali a pasar unos días con ella. En esa mesa se encuentra también la madre de Claudio, cuyo divorcio escandalizó a todos los de la colonia pues iba totalmente en contra de sus más arraigados preceptos religiosos. Los dos niños se habían ido a sentar con los primos y la gente menor.
—Pasen a servirse —los invita doña Esperanza—, pensamos que un buffet sería lo más práctico para todos. No se les olviden sus copas de champaña para que podamos brindar. Ella se levanta seguida de Simón y empiezan a servirse. Sabe que todo el mundo la mira. Qué duda cabe de que Simón ha sido un buen esposo, un buen padre, un hombre trabajador y cumplido, sin vicios de ninguna especie. Sin embargo, esa mañana de diciembre mientras se sirve un poco de salmón, dos o tres ostras, una cucharada de caviar con huevo y alcaparras y dos camarones al natural siente una cierta desazón que empieza a oscurecer su dicha navideña. Vuelve a la mesa junto a Simón y dice:
—Salud y muchas gracias por este extraordinario recibimiento.
—Salud —contestan los de la mesa y brindan por Graciela y por Simón.
Así fueron pasando los años. Él ingresó a la Facultad de Derecho aunque un día en la azotea de su casa, donde él y su hermano tenían un estudio y donde a veces la invitaba a tomar un café, le confesó que realmente no estaba muy seguro si lo que quería era estudiar leyes y empezó a dudar si debería o no trabajar con su padre; pese a ello continuó con su carrera en la Universidad hasta que ella ingresó a la Facultad de Filosofía a estudiar psicología.

Y fue unos días después de navidad, a principios de enero, un lunes en la mañana en que las cimas que circundan la ciudad amanecieron nevadas, sobre todo el Ajusco y hasta la carretera a Cuernavaca, que él la llamó por teléfono temprano y le preguntó si quería ir a ver la nieve que ninguno de los dos conocía aún. Ella tenía clase pero le pidió que pasara por ella a la facultad un poco después del mediodía. Él la recogió en la puerta y ya en su coche, con la calefacción del Volkswagen a todo lo que daba llegaron hasta La Cima, un poco antes de Tres Marías. Estacionaron el auto y empezaron a correr y a aventarse bolas de nieve y se internaron en el campo entre los pinos hasta que dieron con un claro, y entre los dos hicieron un muñeco y cuando acabaron ella se quitó la bufanda para ponérsela en torno al cuello y él la abrazó y le plantó un beso en la boca. Hacía mucho que ella anhelaba ese momento. Había sido un beso de amor, un beso puro en el que ella sintió su aliento caliente y su nariz fría, sus brazos alrededor de la cintura. Y en ese preciso instante empezó a nevar y ella no supo porqué pensó que ése era un aviso de que el cielo compartía con ella su felicidad. Regresaron en silencio, cogidos de la mano sin decir palabra.

Poco a poco Graciela empieza a sentir las miradas clavadas sobre ella. Pero no se inmuta y sigue conversando con los Aguirre que muestran una auténtica emoción de volverla a ver. Don Emiliano les insiste:
—Otra copita de champán Gracielita que hace mucho que no teníamos el gusto de que nos acompañaras.
—Claro que sí don Emiliano —contesta ella—. Salud a todos.
El mesero les llena la copa a ella y a Simón, una y otra vez, para brindar con los de la mesa y con los amigos que se acercan a saludar, con Beatriz particularmente, que ha acaparado su atención, poniéndola al día de noticias y chismarajos. Entre copas y pláticas Graciela empieza a ver las cosas de muy lejos y el jardín gira suavemente alrededor suyo. Siente un poco de compasión por Simón. Nunca lo ha amado como a Claudio. Es el padre de sus hijos, y lo quiere y respeta, pero jamás la ha hecho sentir, nunca le hizo sentir aquella plenitud que vivió durante las épocas navideñas.
—¿Estás llorando? —le pregunta Beatriz.
—Es que estoy tan emocionada —le contesta enjugándose una lágrima.

Cuando Graciela se enteró, por su hermano Ernesto, de que Claudio había abandonado sus estudios de leyes para entrar al seminario y convertirse en sacerdote simplemente no lo podía creer. La noticia había causado un gran disgusto en la familia de él. El más afectado fue sin duda el padre, el licenciado. Prácticamente había roto con Claudio y, de no haber sido por la madre, que abogó por él para que respetaran su decisión, seguramente hubiera hecho cualquier cosa para impedir que Claudio ingresara al seminario. Graciela se llenó de desconcierto y desilusión. Aunque en realidad él nunca se le había declarado, todo mundo los consideraba novios y además Claudio era un muchacho de lo más normal, alegre, entusiasta, bien parecido, inteligente, deportista, estudioso, con mucho pegue entre las chicas. Había tenido un par de novias previas a su relación con ella, chicas de la colonia que por algún motivo a ella nunca le habían caído bien, un poco mayores que Graciela, pero a las que saludaba como si nada sintiéndose secretamente superior. Sabía perfectamente que la prefería sobre cualquier otra chica y sobre sus propios hermanos de los que había sido tan amigo. Así que la noticia le cayó como un balde de agua fría y le produjo un enorme dolor: ¿no había sido suficientemente mujer?

Por supuesto que ella estaba enamorada de él desde niña, aun sin darse cuenta, y si no, hubiera reaccionado de otro modo aquella vez que aceptó la invitación, ese día de invierno en el que él se encontraba solo en su casa, pues sus padres estaban de vacaciones con su hermano Gustavo. En cuanto ella llegó le puso un disco, encendió el árbol de navidad y le invitó una copa mientras preparaba un coctel de abulón y marinaba la carne que había ido a comprar hasta la zona rosa para prepararla a la tártara. Conversaban y bebían y él ponía un disco tras otro sin volverlo a su funda y lo dejaba caer sobre la alfombra para poner otra canción y luego otra. Se veía tan contento que antes de sentarse en el comedor sacó una botella de vino tinto de la cava de su padre y luego del postre la invitó a bailar diciéndole ¿me permites bailar esta pieza contigo? A lo cual ella respondió simplemente poniéndose de pie y pegando su mejilla a la suya. Y luego subieron a la recámara de sus padres y ella vio la cama king size y el tocador de la señora repleto de botellitas de perfume, pomos, motas y cepillos con un alajero al centro y el gran espejo sobre la pared y el vestidor donde tenía infinidad de vestidos, y el perchero del padre. Y él le dijo que se recostara, que no le iba a hacer nada, que no tuviera miedo y ella se dejó acariciar y dejó que la besara y le subió la falda y le acarició las piernas, cada vez más arriba, y la tocó por debajo de la blusa, y sintió sus manos cálidas sobre sus senos y sus besos cada vez más ardientes y no tengas miedo le insistía él, no vamos a hacer nada que no quieras y él también se quitaba la ropa, la camisa y el pantalón hasta quedar completamente desnudo, excitado admirándola. Y la besaba más acercándose mucho a ella y no tengas miedo le repetía y aunque ella no decía nada lo deseaba y sentía pudor de abrazarlo con tanta fuerza hasta que sobre su vientre sintió el calor de su semen mientras él le repetía te quiero, te quiero...

Graciela no intentó hablar con Claudio para que le explicara porqué decidía ingresar al seminario renunciando a ella. Él dejó de frecuentarla, incluso a la familia, como tratando de borrarse por completo de los ojos del mundo hasta que Graciela se enteró de que los padres de Claudio se habían separado —su madre no había aceptado divorciarse— y que el licenciado se había salido de su casa y vivía ya con otra mujer, con su secretaria. Una tarde se lo encontró en el súper de casualidad, cada quien con su carrito, topándose de frente.
—¿Ya te enteraste, verdad? —le dijo él sin mayor preámbulo.
—Sí, me lo dijo Ernesto —contestó ella sin mayor énfasis.
—¿Qué opinas?
—Qué voy a opinar, que te deseo lo mejor y espero que seas muy feliz.
—Gracias —dijo él bajando la vista—. Yo también te deseo lo mejor y que Dios te bendiga.
Esas palabras las había pronunciado sin aparente emoción. No se dijo más. Graciela cogió su carrito y avanzó lentamente sintiendo la cara ardiente; se negó a volver la vista a sabiendas de que él se había quedado ahí, parado, siguiéndola con los ojos tal vez a la espera de que ella volteara y le dijera algo, cualquier cosa. Aunque fuera un reclamo airado. Pero no. Graciela buscó perderse entre la gente. ¿Qué hubiera sucedido si aquella tarde ella se hubiera dignado a encararlo? Eso ya nunca lo sabría.

Poco después le ofrecieron la beca de intercambio para estudiar una maestría en Berkeley. Aceptó sin titubear. Durante esos meses conoció a Simón, que ya se había recibido de ingeniero y tomaba un curso intensivo de inglés en la misma universidad. Empezó a aceptar sus invitaciones sin entusiasmo, más bien para matar el tiempo y no estar pensando en él todo el día. Iban al cine, al teatro, a cenar, a algún partido de americano, y casi sin darse cuenta se fueron involucrando, se hicieron novios y a los pocos meses él le pidió que se casaran. Ella aceptó. Sus futuros suegros fueron a pedirla a la ciudad y al poco tiempo se casaron en Mexicali, donde Simón tenía un trabajo seguro y estable, y ahí se quedaron a vivir.

Ese mediodía en el jardín de la casa de los Aguirre, ligeramente mareada, con el sol entibiando el ambiente, los ánimos exaltados y el bullicio de la gente y las risas a su alrededor, Graciela se pregunta qué hubiera ocurrido si en lugar de casarse con Simón se hubiera casado con Claudio. Tal vez se ha equivocado suponiendo que pudo haber sido feliz con él. Tal vez su destino y su propia personalidad la habían llevado a buscar un matrimonio tranquilo y estable en lugar de la apasionada e intensa vida que ella vislumbraba en sus ensoñaciones juveniles, vanas, pues él nunca le propuso matrimonio. De pronto intuye cuál es la pieza que le faltaba. De golpe le viene a la mente aquella tarde en que, después de mucho platicar, Claudio le propuso ir a un motel en vez del drive in o al autocinema. Aunque apenada, Graciela aceptó y él se dirigió a la carretera vieja de Cuernavaca. Entraron al motelucho, ella agachada en el asiento, y Claudio se bajó a pagar el cuarto y de repente se subió al auto furioso, lo echó a andar y sin mayor explicación dijo: "nos vamos". "¿Por qué?", preguntó ella. "Por nada, nos largamos de aquí" masculló y salió rechinando llanta sin hablar hasta que llegaron a su casa y le pidió que se bajara. Estaba con el rostro descompuesto, enojado, asqueado, aunque ella sabía que definitivamente no había sido por su causa. ¿Qué vio Claudio aquella tarde en el motel que tanto lo había alterado? ¿No sería a su padre, el licenciado? Y en ese preciso instante, como jalada por una fuerza extraña, ella vuelve la cara y, sin proponérselo, se encuentra directamente la mirada de Claudio, los ojos brillosos y fijos completamente apacibles posados en su persona, como tratando de ubicarla en relación a él, a su vida. No, no es una mirada ni agresiva ni desafiante, al contrario: se trata de una mirada de admiración, de comprensión, de complicidad, de reconocimiento que la jala de manera involuntaria, como parte de un acto espontáneo, del más genuino afecto y acaso de amor. Sus ojos los unen por un instante y se sonríen uno al otro. Tal vez en ese momento él también se preguntaba qué hubiera sido de su vida si en lugar de haberse refugiado en el seminario Graciela fuera su mujer.

Hernán Lara Zavala