jueves, 5 de abril de 2012

Sobre mí


Hablo poco, creo que demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social. No es que tenga dificultades para expresarme, o tengo las dificultades normales que tiene todo el mundo para expresar algo difícil de poner en palabras, e inclusive diría que tengo menos, porque mi largo trato con la literatura ha terminado por darme una capacidad superior al promedio para utilizar el lenguaje. Pero no tengo el don del small talk, y es inútil que trate de aprenderlo o cultivarlo porque lo hago sin convicción. Mi estilo de conversación es espasmódico (alguien lo calificó una vez de “ahuecante”). A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, “hablo cuando tengo algo que decir”. Supongo que mi problema, cuyas raíces bien podrían estar en ese largo trato con la literatura, está en que le doy demasiada importancia al tema. Conmigo nunca se trata sólo de “hablar” sino “de qué hablar”. Y el esfuerzo de evaluar los temas mata la espontaneidad del diálogo. Dicho de otro modo: siempre tiene que “valer la pena” decir algo, y así no vale la pena seguir hablando. Envidio a la gente que puede iniciar una conversación con gusto y energía, y puede sostenerla. Los envidio porque ahí veo un contacto humano lleno de promesas, una realidad viviente de la que yo, mudo y solo, me siento excluido. Me pregunto “¿pero de qué hablan?”, y a todas luces ésa es la pregunta equivocada. La agria incomodidad de mi trato con el prójimo proviene de esta falla. Si miro atrás, puedo adjudicarle a ella gran parte de las oportunidades perdidas, y casi todas las melancolías de la soledad. A medida que avanzo en años, más me convenzo de que es una mutilación, que no compensan mis éxitos profesionales ni mucho menos mi “riqueza interior”.