viernes, 23 de octubre de 2009

Hay que darnos un tiempo


Estuve a punto de echarme para atrás cuando llegaste. Tu sonrisa siempre fue perfecta carnada para mis deseos y la estabas utilizando por todo lo alto, tu blusa chiquita y coqueta... pude imaginar a miles de sujetos de todos colores y sabores ofreciéndote cobijo mientras llorabas por la calle y volvió a pasar. Casi me arrepentí de lo que estaba a punto de hacer.

Dos cafés, por favor.

Te pregunté como había estado tu fin de semana, claro, antes de ser definitivo, habría que pavimentar un poco el camino. La pregunta surtió efecto y me contaste de lo divertido que fue estar dos noches bajo las estrellas en el campamento de Acahuizotla, compartiendo el búngalow con las chavas del grupo, escuchando la radio hasta muy tarde, contando chismes y haciendo juegos atrevidos y secretos "lo que ocurre al calor de una fogata ahí se queda" - dijiste con mirada traviesa. Mientras hablabas, miraba tus labios. Con ese particular mohín que haces cuando hablas de cosas graciosas y el color tan deseable que tienen, puedes envenenarme con un beso, siempre pudiste hacerlo, de verdad. Durante algunos minutos, sudé. Sudé porque estaba esperando a que llegaras a un momento en la charla en que pudiera soltarte las palabras que estuve rebuscando la noche entera, mientras escuchaba nuestras canciones, mientras que empacaba nuestras fotos, los libros, tu cepillo de dientes, olvidado a propósito en mi baño, el molesto y deforme gato de peluche sin el que es imposible dormir... todo.

La mesera, un poco harta de nuestra charla, se paseaba con los menúes bajo el brazo, con cara de pocos amigos, esperaba a que retiráramos los brazos, las manos entrelazadas de la mesa para ponerlos y forzarnos a ordenar algo más que dos pinches cafés. Pero eso no ocurría y empezaste a contarme, con cara de pícara culpable, que dejaste olvidado mi encendedor, que en tu mochila faltaron algunas cosas y que preguntarías para encontrarlas. Yo no podía meterme del todo en el encanto que despides, carajo, mi cabeza estaba hecha un desmadre y a todo contestaba con una sonrisa estúpida. Pensé que tan pronto llegara a mi cama vacía, abrazaría tu lado del colchón y lloraría, vilmente arrepentido, pero sin marcha atrás. Me contaría todas las noches una historia distinta del porqué no estás ahí conmigo y beberé coca cola en el balcón, pulsando las notas en la guitarra, dejando que tu recuerdo se vaya poco a poco, que mis sábanas dejen de oler a ti y el último de tus cabellos despierte enredado en mi barba de reo. Todo eso simplemente terminaría por ocurrir. ¿Lo soportaría?

Empecé a modular las palabras en mi cabeza. Ideaba miles de maneras de entrar en mi charla, buscaba la oportunidad en medio de tu relato. Te preguntaba cosas sin sentido... ¿como está el río?, ¿y las cabañas están limpias?... y tu, sin perder tu amorosa alegría, seguías con otra retahíla de detalles. Yo, por dentro, ya estaba derrumbándome. ¿Quieres algo más...? - casi se me zafa decirte, como siempre, "amor". Flan. Y la mesera, con cara de sargento, los trajo muy rápido, creo yo, porque "esa mesa no está resultando negocio" - pensaría.
Y ahí fue, en medio del postre, que te reíste de un chiste pendejo, que pude ver tu boca abierta, riendo, con flan... ¿tu sabes a que le sabe la verga a Popeye? - "No" - a aceite de Oliva. Acto seguido: ¿Sabes, Silvia?... Creo que tú y yo debemos de darnos un tiempo.

Y ahí pasó. Se acabó de golpe el regocijo. Tu mano soltó la mía y tus grandes y hermosos ojos se abrieron como platos. Platos finos, caros y mojados. Empecé a tratar de darte mis razones en medio de todas las preguntas que me hiciste y que no atinaba a responder con la misma velocidad con que las hacías: "¿y los planes que tenemos?, ¿y entonces para qué chingados compramos los boletos para ir a Acapulco?... ¿Sabes que estoy tomando el tratamiento porque espero poder darte un hijo? y yo, hecho un pendejo, tratando de contestarlo todo de manera elegante e inteligente... "entiéndeme por favor, no te alteres, escúchame"...

Pero ya no pasó nada de lo que yo tenía planeado. Eso de la charla no iba a darse. Te levantaste, con los ojos convertidos en charquitos de agua, la boca temblorosa... "pinche egoísta de mierda"... bueno, no tan temblorosa como para no entender que modulaste bien esa frase, que incluso si el director de este filme hubiese suprimido el audio, todo el público hubiese podido leer tus labios con perfecta dicción. Y ya, fue todo. Te fuiste, taconeando, moviendo las nalgas con energía, mientras yo no podía quitarte la vista de encima... hasta que llegó la mesera "¿la cuenta?"... "Si... y eso que pensé que ya no la contaría" - dije, mamón. Me fulminó con la mirada la muy cabrona y eso le costó los siete pesotes de propina que le iba a dejar.

Caminé. Sentía la mirada de los comensales, casi pude saber que me tacharon de imbécil, insensible y culero. Ni hablar. Fingí leer el ticket de caja hasta que di la vuelta en la esquina.

Ya en casa, efectivamente. La soledad me saludó y me di cuenta que tenía ya cuatro mensajes en el teléfono... ni siquiera lo escuché sonar. "ke le isiste a syl, pendejo?"... y otros tres casi iguales. Quise marcarte ya por último, despedirme como se debe, pero me colgaste apenas llegaba el timbrazo. Oficialmente soy un hijo de la verga. Oficialmente, porque hasta mi hermana me llamó para decírmelo. Eres veloz.

Pensé. Tengo que lidiar con esta fama que me aísla de mis amigos, de los tuyos, de la gente de la Uni. Ahora, quien me vea, sabrá que soy el tipejo que se burló de Syl, de la linda, amable, tierna e inteligente Syl... y todo porque no tuve el valor de decirte que, aquel sábado en que estabas en el campamento, frente a la fogata, con tus amigas, riendo como locas y oyendo la radio, te vi chuparle el pito a otro en la fiesta de los de Octavo. A mi me invitaron de última hora.

Julio Cesar